REVISTA N° 18 | AÑO 2018 / 1

La reacción melancólica: obstáculo para la elaboración del duelo. Situación clínica en una familia

La reacción melancólica: obstáculo para la elaboración del duelo. Situación clínica en una familia

La autora refiere el caso clínico de una familia que acude por dificultades del hijo menor al que diagnostican como psicótico. Muestra el trabajo psicoterapéutico psicoanalítico y psicodramático, realizado con diversos dispositivos, para descifrar los significados enigmáticos expresados en el lenguaje corporal del hijo. Emergen reacciones melancólicas como consecuencia de un duelo suspendido y éstas, a la luz de la historia familiar, indican un camino equívoco para su posible elaboración. Se señala la necesidad de detección dado el margen significativo de riesgo para sí y la familia. El silencio obligado, los ocultamientos y los secretos encriptan la situación melancólica, se instala un culpable. El trabajo psicoterapéutico permite acceder a la verdad, al enojo y a la comprensión de las repeticiones transgeneracionales.

La afinidad en la historia de pareja muestra puntos en común en sus fallas estructurales. Se trabajan conceptos teóricos acerca de las reacciones melancólicas y el camino de apertura hacia el duelo. El trabajo con el grupo familiar tuvo que reescribir las historias singulares en la gran historia familiar y centrar el eje en las marcas identificatorias.

Palabras claves: significados enigmáticos, lenguaje corporal, reacciones melancólicas, duelo suspendido, cripta.


La réaction mélancolique: obstacle à l’élaboration du deuil. Situation clinique dans une famille

 

L’auteur rapporte le cas clinique d’une famille qui consulte à cause des difficultés du fils cadet qui est diagnostiqué comme psychotique. Elle montre le travail réalisé à travers une approche psychothérapeutique psychanalytique et psychodramatique, en utilisant divers dispositifs afin de réussir à déchiffrer les signifiants énigmatiques exprimés par le langage corporel du fils. Surgissent des réactions mélancoliques, conséquences d’un deuil suspendu, et celles-ci, compte tenu de l’histoire familiale, indiquent un chemin équivoque pour sa possible élaboration. Étant donné la marge significative de risque pour le fils et le reste de la famille, le besoin de détection est signalé. L’obligation de silence, les cachoteries et les secrets encryptent la situation mélancolique, un coupable est établit. Le travail psychothérapeutique permet d’accéder à la vérité, à la colère et à la compréhension des répétitions transgénérationnelles.

L’affinité dans l’histoire du couple montre les points communs de leurs défaillances structurelles.

Des concepts théoriques concernant les réactions mélancoliques sont travaillés, ainsi que le chemin d’ouverture vers le deuil. Le travail avec le groupe familial a du écrire à nouveau les histoires singulières inclues dans la grande histoire familiale et centrer l’axe sur les marques identificatoires.

Mots clés: signifiants énigmatiques, langage corporel, réactions mélancoliques, deuil suspendu, crypte.


The melancholic reaction: obstacle to the mourning elaboration. Clinical situation within a family

The author presents the clinical case of a family that consults for the difficulties of their youngest son, diagnosed with psychosis. She shows psychoanalytic and psychodramatic psychotherapeutic work accomplished with different therapeutic devices in order to decode enigmatic meanings expressed by the son’s body language. Melancholic reactions emerge as a consequence of suspended mourning, and these reactions, in the light of the family’s history, indicate an incorrect road to their possible working through. The author points out the need of detection considering the significant margin of risk for the patient and his family. Forced silence, hidden information, and secrets encrypt the melancholic situation, and a guilty party is established. Psychotherapeutic work enables access to the truth, anger, and understanding of transgenerational repetitions.

Affinity in the history of the parental couple shows points in common in the sense of structural flaws. The author discusses theoretical concepts in relation to melancholic reactions and the road to opening a mourning process. Work with the family group required rewriting singular histories within the extended family history and centering the line of work on marks of identification.

Keywords: enigmatic meanings, body language, melancholic reactions, suspended mourning, crypt.


ARTÍCULO

Cada historia de vida a la que tenemos acceso desde nuestra delicada y dedicada profesión nos exige ser muy cuidadosos de ella, ir conociendo y analizando lo que para nosotros en principio son datos, pero para los pacientes son sus historias, vivencias, sentimientos, alegrías y dolores. Es en ese proceso donde profundizamos el conocimiento y gradualmente emergen hipótesis y los propios sentimientos que desde la relación transfero-contratransferencial despliega una urdimbre compleja para desentrañar.

El amor y desamor recibido y ejercido, las palabras adecuadas dichas a tiempo o silenciadas, la calidad del trato que asegura la confianza o establece la inestabilidad acerca de sí y la fragilidad emocional, las características del apego y sus figuras continentes, las transmisiones transgeneracionales, agregadas a las circunstancias peculiares de cada historia vital, señalan un camino al que nos asomamos desde nuestro quehacer terapéutico y lectura psicoanalítica.

Dolor psíquico y duelo

El dolor psíquico genera un sufrimiento que siempre está presente. Acceder a desentrañar sus causas, sus consecuencias y operar sobre él es nuestro desafío.

No podemos modificar la realidad de vida de nuestros pacientes, pero si vamos ampliando la comprensión del entramado de las historias familiares, podremos aportar vías para que aflore lo sepultado, se pueda esclarecer y procesar.

De cada proceso surgirá una lectura más integrada de las acciones de los otros en relación con cada uno. Surgirá un nosotros diferente.

En el caso de los duelos, vemos sus diferencias sustanciales en cuanto a la edad de la persona en que acontece el mismo, las condiciones que lo rodean, el nivel de subjetivación alcanzado, los mecanismos defensivos puestos en juego, el grado y tenor de continencia afectiva, el aporte de las palabras y la posibilidad de que afloren los sentimientos. Todo ello es la vía regia que establece una diferencia.

Las reacciones melancólicas como consecuencia de un duelo, indican un camino equívoco en la elaboración posible, contienen un margen significativo de riesgo para sí y para la familia. De ahí la importancia de su detección temprana y de la posibilidad operativa con ellas. No es un proceso fácil y exige mucho compromiso del analista.

Veremos en el siguiente caso clínico cómo se encripta una situación melancólica, la que se prolonga desde hace mucho tiempo pasando casi inadvertida. Los miembros de la familia que pueden soslayar tal situación, concuerdan en acordar un silencio tácito que los preserva y oculta otras situaciones, las que quedarían al descubierto de no proceder así. Mientras alguien ocupa el lugar manifiesto del culpable, los demás descargan y descansan allí sus respectivas responsabilidades. La pérdida que sobreviene como sentimiento ante la muerte de un miembro querido de la familia, requiere que las cargas de libido puedan recibir nuevas fuentes para ser ligadas. Pero si esto no ocurre, porque la obligatoriedad impuesta de silencio no permite su expresión, instalando miedos y denotando un manejo perverso de los afectos básicos del apego y la confianza; el yo se retrae, triunfa la inhibición, la desconfianza de sí y del mundo, se retira el interés del mismo, la capacidad para aprender se altera y la realidad psíquica se vulnera.

Caso clínico de una historia de familia

Recibo a una familia formada por padre (Juan), madre (Melina) e hijo (Leandro), derivada por el médico pediatra que atiende al niño desde su nacimiento. Los padres expresan que están preocupados porque su hijo de 7 años va retrocediendo en los logros evolutivos alcanzados y normales para su edad. No quiere asistir a la escuela donde cursa el segundo grado, no presta atención en clase, no quiere comer, acepta solo puré o comidas tipo papillas, con frecuencia se orina encima y ha empezado a defecar en su calzoncillo. El niño parece no notarlo y no reacciona cuando se lo hacen notar. Los padres refieren que desde hace un tiempo habla como bebé.  Ya han hecho consultas médicas clínico-pediátricas, neurológicas, han sido derivados a consulta psicopedagógica, fonoaudiológica, auditiva, visual, sin resultados significativos. Finalmente han hecho una consulta psiquiátrica y les hablaron de una posible psicosis. Esta consulta surge ante ese diagnóstico.

En la entrevista inicial los padres hablan como si el hijo no escuchara el fastidio que expresan al relatar las molestias de tener que recorrer tantos consultorios, se observa preocupación controlada. No hay angustia ni recriminaciones recíprocas, se escucha como un relato que ha perdido lo vívido.

Decido trabajar con ellos como familia a pesar de que ante mi propuesta, afirman que la necesidad de atención debe ser para el hijo. Señalo que han concurrido directamente los tres y que vamos a tomar en cuenta esa variable como un tácito pedido de ayuda. Les solicito que concurran todos los seres que conviven en la casa (Winnicott, 1986).

Así se da inicio a una primera serie de sesiones diagnósticas, las que proseguirán con un proceso de terapia familia psicoanalítica que durará más de tres años y con un cierre final consensuado entre todos.

Sesiones diagnósticas

En el primer encuentro posterior a la consulta inicial, acuden nuevamente madre, padre e hijo. Los padres relatan que tienen otros dos hijos mayores: una hija de 12 años y un varón de 10 a quienes les sigue Leandro de 7. Refieren que han consultado a los hijos mayores quienes manifestaron no acordar con tener que asistir a nuestras reuniones ya que el problema no es de ellos, por eso están ausentes.

La madre en las sucesivas sesiones (a razón de una por semana) habla cada vez menos y el que expone es el padre quien expresa sus quejas y desconcierto por no comprender qué le pasa al hijo.

El clima emocional es denso, surcado por silencios y siento que ese peso se instala en mí generándome sensación de ahogo. Registro mi contratransferencia. En una sesión Leandro se sienta en el suelo y coloca su cabeza entre las piernas de la madre. La madre en silencio no lo toca, no se corre, no le habla. El padre mira la escena y Leandro empuja con su cabeza como si quisiera meterse dentro del vientre de la madre. Como un nacimiento a la inversa.

Pienso que Leandro habla a través de sus actos y que busca un lugar más seguro, se refugia de una realidad displacentera y enigmática, y lo hace a través de una regresión al útero materno. Ese lenguaje corporal cobra sentido e ilumina mi entendimiento. Señalo esta situación. La madre, ante el contacto corporal del hijo que presiona con su cabeza su entrepierna, empieza a llorar, primero en silencio y luego en forma de sollozos que se acrecientan hasta ser espasmódicos. El marido observa callado, tose, carraspea, hasta por momentos pareciera que sonríe como si con sus ruidos tratara de cortar la situación y deformarla.

Siento el peso de la congoja de la madre y del hijo que la actúa y trato de poner lo que aquí falta: las palabras que nominen algo que viene pasando y que pareciera que no se quiere ver. Es como una presencia que todos tratan de ignorar pero que Leandro ya no soporta. Ahora sí queda bien claro que el trabajo terapéutico tenía que ser con toda la familia. Leandro es el paciente “designado” que actúa con sus regresiones algo del orden de lo intolerable. La tristeza y desazón de la madre, tiene raíces muy profundas que el padre probablemente no puede destrabar porque inevitablemente topa con sus propias angustias y vacíos, «la vitalidad interna se torna peligrosa» (Winnicott, 1996, p. 107).

Me pregunto por los otros hijos a quienes los padres han aceptado que no acudieran a sesiones de familia como cercenando con “naturalidad” su propio núcleo familiar, en donde parece que no hay una palabra valorada para ser escuchada, una guía a seguir, una solidaridad instalada entre ellos desde el amor para intentar ayudarse recíprocamente, un abandono solapado que se impone como estilo de vínculo.

Me acerco a la madre y paso mi brazo por encima de sus hombros, hago lo que podría haber hecho su esposo, pero que no hizo. La desolación de la madre es actual y es anterior y pareciera que está rodeada por la desesperanza de que se modifique en el futuro.

La madre no logra hablar y así en ese clima opresivo se termina el tiempo asignado a la sesión. Pocos minutos antes del inicio de la sesión siguiente, el padre deja un mensaje en el teléfono, en el cual me informa que no podrán venir porque su mujer está en cama. Respondo que iré a verlos a su casa, combinando día y hora.

Pienso que este cambio de situación y por ende de lugar donde trabajar, tiene que ver con cambios producidos en la sesión anterior en el espacio terapéutico familiar, y que es posible que allí se haya abierto una brecha. Esta brecha aún no aparece clara en todos sus significados, pero hay que atenderla con cierta urgencia ya que conlleva riesgos.

Sesiones en campo familiar extendido

Encuentro a la madre en la cama, escondida dentro de sus sábanas y a pesar del silencio, percibo que llora. Leandro está en la cama adosado a ella y la acaricia. El niño quien parecía – por la índole inhibitoria (Freud, 1925) de sus conductas regresivas no captar la realidad, hasta plantearse un diagnóstico de psicosis – es quién percibe el dolor psíquico de la madre e intenta calmarla, por medio de un intenso contacto corporal que la devuelva a lo vital de la vida. El esposo está paralizado y me expresa que “ya no sabe qué hacer con ella”.

Por allí desfilan los otros dos hijos quienes parecen figuras desinteresadas de lo que sucede. Saludan desde la distancia y desaparecen de escena. El padre también desaparece de la habitación con el argumento de atender un llamado telefónico.

Accedo a la escena cotidiana real que vive esta familia, cortada en partes, anonadada, sin poder descifrar entre ellos ese peso que los aplasta.

Cuando quedamos solas con Melina y Leandro le tomo la mano a la madre y sin otra intervención, ella entre gemidos expresa algo difícil de comprender, hasta que puede decirlo más claro: “Yo no quiero vivir más…estoy muerta desde hace mucho…”.

Intento con mi contacto corporal ofrecer a Melina algo que le fue retaceado y hasta negado en tiempos de su infancia. Algo del orden de una envoltura física y psíquica que le transmita aceptación y afecto para sentir que no cae al vacío, una especie de piel que le de confianza (Morosini, 2013)[1].

Estamos ante un cambio. El centro de escena ha pasado de Leandro a Melina. Ahora ella refiere algo que le pasa y que su hijo pareciera entender más allá de lo explícito.

Le acaricio la mano y poco a poco noto que se abandona a la caricia y que probablemente desde un vínculo transferencial confiable se siente contenida y puede comenzar a poner palabras a su historia.

Se suceden sesiones de este tenor, Melina en cama llora y busca el contacto físico de mi mano. Se lo brindo, le hablo, intento poner en palabras su sufrimiento.

En una sesión en su casa a poco de iniciarla Melina me dice que ella mató a su hermanita. Este decir es tan fuerte, terrible, sísmico, que conmueve todo cimiento. Ignoro cómo fue, pero sí queda claro el peso que transporta Melina.

¿Será posible resistir al sismo? ¿Será posible conservar y reforzar la estructura ante esta realidad que es urgente, de una absoluta precariedad y perentorio riesgo y que requiere de un apuntalamiento confiable? Busco recuperar y ampliar el relato y la escucha.

Melina muy quedamente dice que su hermanita era hermosa y era la más querida y bonita de todos los hijos (ocho) que tenían sus padres. Que era un año menor que ella y que habían nacido el mismo día con un año de diferencia. Cuando cumplía ella 7 y su hermanita 6, los padres habían preparado una hermosa fiesta para ambas y que ella le dio a su hermana algo de comer y que la hermana al rato se descompuso, se la llevaron al sanatorio y no volvió nunca más. Los relatos fueron apareciendo de a poco como si se animara a recordar y a ponerle palabras. Aparecía la brusca pérdida soldada a una insoportable culpa.

Todo ese tiempo de terapia se desarrolló en su casa ya que ella no salía de la cama, pero sí me manifestaba que esperaba mis visitas. Leandro (quien había dejado de ir al colegio) estaba presente al lado de su madre y a medida que ella hablaba, él iba emergiendo entre las sábanas y se notaba que escuchaba. El padre aparecía y desaparecía, en clara relación con el tono emocional imperante. A mayor emoción y tristeza, el padre se iba para aparecer más tarde como esperando hallar algo más resuelto con mi presencia e intervenciones.

Síntesis de la historia de la madre

Después de la muerte de la hermana, de la que no se habló más, se retiraron las fotos, no hubo explicaciones ni respuestas a las preguntas, la niña que era esta madre en ese momento, interpretó que los padres no hablaban de la hermanita para no acusarla a ella de haberla matado. Tal vez lo que comió su hermana fue lo que la descompuso.

Con esa idea en su cabecita, las preguntas formuladas que no recibieron respuestas – ni para ella ni para sus otros hermanos – la imposición de vestir de negro (las niñas con moños negros en sus cabezas), le fueron confirmando a Melina su culpabilidad.

Este clima emocional opresivo, las constantes peleas de sus padres, el encierro del padre con sus renovadas botellas como única compañía, la madre auto postrada en la cama de un cuarto oscuro de puertas cerradas; gestó en ella la certeza de su responsabilidad criminal e impotencia y el silencio forjó un secreto (Racamier, 1996) con una historia que la hizo sentir rechazada por todos, incluidos hermanos y familiares. Así amasó un agudo dolor por la pérdida de su hermanita, compañerita de juegos y “mellizas” de fecha de nacimiento como solían decirlo entre ellas dos al jugar y así se apagó su alegría. Melina estaba aplastada por una culpa silenciosa que la carcomía. Nadie habló hasta muchos años después.

Cuando Melina ya era adulta y madre y cursando el embarazo de Leandro, su madre ya muy enferma y a poco de morir, le dijo que su hermana había muerto por una peritonitis y que pronto iría a reunirse con ella.

Trabajando el secreto para iniciar el duelo

Desde entonces la vida de Melina sobrevenida por la pronta muerte de su madre (a cuyo velatorio y entierro no asistió), no logró que su madre revelara este secreto ante los demás hijos y la dejó a ella en un suspenso emocional, en un estado neutro, sin evidencias de dolor ni pena, aunque sí de un gran cansancio y quejas referidas a sí misma: “no sirvo, no puedo, no logro, mejor que los hijos se críen lejos de mí, no les hago bien, no sé qué voy a hacer con este bebé”…y su refugio era la cama y dormir. El peso del secreto aseguraba su condena (Racamier, 1996).

Tuvo a Leandro por cesárea porque ella “no podía parir”.

Llegados a este punto del entramado de la historia ya podíamos volver al espacio del consultorio. En la última sesión en la casa, pedí hablar con los hijos mayores a los que les expuse que era importante la presencia de ellos porque formaban parte de la familia. Aclaré el trabajo de duelo que habíamos empezado con su madre y que los venía afectando a todos desde siempre y particularmente a su hermanito. La importancia de la presencia de ellos, era contribuir a que emerja esa historia dolorosa para liberarse todos de ella, al menos tal como estaba sentida hasta ahí.

Las sesiones siguientes fueron en el consultorio y con la familia completa integrada por los cinco miembros. Logramos que Melina saliera de la cama, había empezado a poder hablar y también Leandro quien no asistía a la escuela, pero sí a sesiones de familia. Melina ocupó el centro de los relatos, las preguntas de los hijos actuaban de disparadores, al principio fueron débiles, pero adquirieron vigor con el correr de las sesiones.

Incluí dos profesionales que se desempeñaron como “Yo Auxiliares” en el proceso psicoanalíticopsicodramático (este encuadre de trabajo se planteó al inicio de la tarea terapéutica y fue aceptado por la familia).

Las escenificaciones de los nudos dramáticos de su propia historia, nudos en los que Melina entraba y de los que salía cuando ella me advertía que no podía proseguir, eran visualizados por ella al ser representados por los Yo Auxiliares[2] quienes tomaban su lugar para representar la parte de la escena inconclusa.

Gradualmente sobrevino un hacerse cargo de un saber: cuál era la verdad de la muerte de su hermana menor, y una reubicación de la responsabilidad que competía a cada uno. La tristeza larvada y cargada de auto-reproches melancólicos, la que era generadora de actitudes de abandono para con sus hijos, fue cediendo paso a sentimientos de rebeldía y furia.

El lugar del enojo

El enojo que dirigía contra sí misma y ante lo cual nadie parecía intervenir, dio lugar a recrear las escenas familiares de su infancia.

Melina recordó haber acompañado muchas noches a su hermanita que se quejaba de dolores de “panza” y los padres enfrascados en sus propias peleas conyugales no tomaban en cuenta las quejas de la pequeña hija ni los pedidos de ayuda de Melina.

Descubrió que su madre para encubrir el propio error la dejó a ella crecer acusándose por la muerte de su hermanita y así generar su temido sentimiento de culpabilidad. Pensar que su propia madre no la protegió, sino que la ofreció sin alternativas al sacrificio de ser victimaria inocente, fue una revelación cruel del desamor y de los límites reinantes.

De igual modo su padre, en lugar de aclarar las cosas – ya que él sabía los vericuetos de la historia – se dejó vencer por su alcoholismo para “irse” de esa dolorosa realidad y de su propia responsabilidad y no aclaró en tantos años, como lo que duró el resto de su vida, la verdad de los hechos: la negligencia de la pareja parental que disponían su energía en peleas conyugales, donde los hijos se criaban entre niñeras y personal de servicio, en mutismo y obligados a encriptar una “verdad”, supuestamente condenatoria para Melina, generando ser rechazada por sus otros hermanos y entregada por sus padres. El duelo en estas condiciones era imposible de tramitar. No se podía pensar, no se lograba saber, se armaban conjeturas. Vacío de figuras, plenitud de soledad, miedos y fantasmas. Alguien desaparece de la vida y no hay cuerpo, no hay palabras, no hay duelo sólo queda la culpa inexplicable e insoslayable.

Entonces el enojo re-direcciona los sentimientos y los ayuda a ocupar una posición diferente, da lugar a la furia por sí misma y por su hermana, por haber tenido que “olvidar” desde sus 7 años no festejados, todo otro festejo. Su vida no se celebró más. Y la culpa la abatió. A su modo, castigó a su madre negándole su presencia en velatorio y entierro. Devolvió una soledad sin palabras. El padre alcohólico murió por una cirrosis hepática clausurando su vida muchos años antes que su mujer.

Del hijo expiatorio al redentor

El proceso de terapia familiar nos permitió comprender que, Leandro – al llegar a la edad que tenía su madre cuando sucedió el trauma de perder a su hermanita – y debido a las condiciones que se generaron por esa causa, actuó como un disparador inconsciente de alianzas, con sus emociones y ligaduras. Inaugurar una edad en la que empezó su “no vida” actuó probablemente con efecto de efemérides. Así mismo Melina gestaba a Leandro cuando su madre le confiesa la verdad acerca de la pérdida de su hermana, retoma la palabra, pero no la esclarece delante de los demás. Alivia acceder a ella, pero no del todo. La culpa se asienta en su propia madre. Melina comprende que fue el hijo chivo expiatorio y por tanto sacrificado. Leandro percibe cómo se ahondan las angustias larvadas de su madre y regresa en sus logros, actuando un volver el tiempo atrás. Cuando su madre, a raíz del deterioro evidente del hijo (Ruffiot, 1980)[3], encuentra un espacio adecuado para trabajar con su dolor psíquico, él, aún niño, la rescata y a su vez él mismo puede, poco a poco, seguir creciendo. Esa similitud, que se repite transgeneracionalmente, asocia a dos hijos “salvando” a sus madres. Melina ocupa el lugar del victimario culpable y Leandro ocupa el de enfermo. Cuando ambos logran correrse de esos lugares, se transforma el proceso. Ceden las reacciones melancólicas para acceder a un duelo posible.

La pareja

 Melina conoce a Juan en clases de teatro espontáneo. Ambos buscan un “escenario” donde poder ser otros y esa posibilidad los lleva a conocerse. Juan y Melina descubren similitudes en sus historias que los llevan a acompañarse. Ambos se han criado muy solos. Juan también pertenece a una familia de muchos hermanos, con un padre ausente y distante y una madre que era aún más hija que mamá y quien no supera su pérdida, instalando una eterna tristeza. Todos los hijos varones de esta familia por decisión paterna fueron tempranamente internados en una institución militar para cursar su escolaridad. Juan es el único que se hace excluir por bajo rendimiento. Esto si bien es un logro para él, lo posiciona en un lugar de “fracasado” para los demás (familia – sociedad). Juan también es alguien que crece definido como quien “no puede, no sabe, no logra” por lo que en el discurso de Juan se reiteran expresiones de impotencia, de escasa felicidad, de no poder con las dificultades, tendiendo a huir ante los contratiempos, a esconderse y esperar que alguien de afuera resuelva los problemas.

La afinidad en sus historias hace que encuentren fácilmente puntos en común y se comprendan en su estructura sin ahondar en un conocimiento profundo ni instrumentalizar con el otro, sus posibilidades de cambio y de apuntalamiento (Nicoló, 1995).

Ambos deciden casarse como una forma de estar. Este modo también aparece en el escenario del contexto dramático en la TFP. Al aclarar y encaminar situaciones traumáticas de su vida, Melina empieza a darse cuenta de sus actitudes y disposiciones con otros vínculos afectivos y plantea otras exigencias. Entre ellas a Juan. Los hijos a esta altura del proceso participan más activamente, también hacen sus reflexiones y formulan sus demandas. Este proceso fluye entre la pareja, de los padres hacia los hijos y viceversa.

Proceso y cierre del trabajo terapéutico

El proceso desde la inicial derivación atravesó diferentes etapas: las primeras entrevistas diagnósticas, el trabajo en el espacio del hogar familiar, el retorno al consultorio con la familia conviviente completa, las sesiones psicodramáticas y el cierre del mismo. Durante este proceso se fue esclareciendo el diagnóstico, ubicando la conflictiva familiar que provenía de ambos troncos familiares para actualizarse en la nueva familia y surgir el hijo menor como depositario actuante por quien se solicitó ayuda. Fue preciso trabajar con su desligazón subjetiva tanto del hijo como de la madre y con la sustracción familiar (Green, 1993).

Un aspecto interesante y salvador fue que los padres no se quedaron con el diagnóstico de psicosis dado inicialmente al hijo, obturando allí las preguntas, sino que siguieron buscando comprender mejor lo que pasaba. De haberlo hecho así, otro habría sido el panorama familiar. Comprender la historia de Melina y detectar sus reacciones melancólicas aunadas a la lectura del lenguaje corporal del hijo, ayudó a pensar en el posible significado, permitió plantear la historia, hacer lugar a develar los secretos, aflorar otros sentimientos e iniciar el verdadero proceso de duelo. Esto ayudó a ir cerrando etapas con sus propias heridas y poder abordar otras conflictivas. La pareja también pudo encarar situaciones de ambos, plantear otras demandas que antes estaban sepultadas y sacar al hijo del lugar asumido para que pueda seguir creciendo.

Reflexiones y conclusiones

Varias líneas y conceptos teóricos se nos imponen. La reacción melancólica de Melina deviene de una relación primaria donde el desapego materno (Bowlby, 1983; 1985) fragilizó la libido (Tausk, 1983) en los vínculos. Lo melancólico se instala como una salida a lo incomprensible de lo que sucede en la familia. Ella queda consignada en el lugar de “culpable”, nadie habla para rescatarla, cree por lo tanto en su culpabilidad. Mató a su hermana. Los pactos perversos, las alianzas fraternas (Kaës, 2009), el no renunciamiento parental a cumplir ciertas pulsiones, la negación y denegación (Kaës, 1989) unido al vacío por la ausencia, el amor que queda sin destinatario, la libido desligada, ese des-anudamiento (Lucarelli y Tavazza, 2006) que la abandona y castiga construyeron estas barreras defensivas y autoaniquilantes. Melina se auto-reprocha en silencio, ése es su mayor castigo. En esta situación de la que no puede escapar, sus fantasmas (Tisseron, 1995) ejercen un sadomasoquismo eficaz.

El lugar que luego ocupa, ya no parece el suyo sino el de su hermana. Porque Melina en su profundo dolor no quiere ir más a la escuela, pero la envían igual y ella asiste, pero se “duerme” en clase y así repite el año. Al año siguiente se encuentra cursando con quienes fueron compañeritas de su hermana. Todos la conocen y a veces la nombran con el nombre de su hermanita muerta. Se cierra un círculo. Nadie explica, nadie aclara, las miradas y situaciones la acusan. Freud (1917 [1915]) nos aclara que los reproches en la melancolía son hacia otro que está adentro de uno. La identificación hizo su trabajo. Melina se castiga por las evidencias del desamor materno y filial. Ambas (madre y hermana) la han abandonado. Si ella mató a su hermana destruyó el vínculo y a la persona del otro, pero también perdió partes vitales de sí. La madre le retira su ya debilitado afecto y se retira del mundo. La castiga con ello y la sanciona. El yo se repliega auto-acusado. Como diría Bollas (1987) “la sombra del objeto cayó sobre el yo”. Se cumplen las tres premisas de la reacción melancólica: se ha perdido el objeto de amor, las cargas positivas y negativas de la ambivalencia están presentes y la libido ha quedado desprendida y regresa sobre el yo que queda a merced del sadismo superyoico. A esto se refiere Ferenczi (1909) cuando plantea el proceso de la “introyección primitiva”. Melina pasó a ser ella y su hermana incorporada con una identidad fragmentada (De Mijolla, 2004).

Abraham y Torok (1978) plantean que ante la pérdida de objeto, éste se incorpora por no lograr hacer el duelo. En este sentido la incorporación (Ciccone, 1999) surge por la incapacidad aún de la introyección, el yo no puede transitar el proceso de la pérdida, sólo puede ser el otro. En el caso clínico presentado aquí, Melina no contó con la continencia de las palabras ni del afecto, el silencio la censuraba sin posibilidad de resolución (Aulagnier, 1975). La ausencia de su madre tanto en la continencia, como en la ausencia de palabras, como en el castigo tácito de su violencia (Brazelton y Cramer, 1990, p. 323) (nadie la acusa pero nadie la rescata) es como señala Green (1986) una madre muerta que está viva y que permite que su hija viva, conviva, con la hermana muerta adentro. Esto también lo señala Winnicott (1971a; 1971b; 1993) al describir las formas de la madre ausente que hacen que la ausencia sea lo único real, esa misma negatividad es la que se impone como constitutiva.

Cuando muchos años después accede a la verdad en el relato-confesión de su madre; esto no la repara ante la familia, y en cambio la enfrenta con la magnitud del daño ejecutado por su propia madre para auto-preservarse.

He podido observar el factor efemérides en varios pacientes. La coincidencia de fechas, edades, tramos de la vida movilizan alianzas inconscientes (Kaës, 2009) que ponen en juego otros mecanismos. En este caso, la edad similar de Leandro sacude el pacto denegativo por el que se encerró a su madre, y él por medio de sus serias regresiones, se auto convoca a repetir ese encierro. La lectura de su lenguaje corporal (Morosini, 2008b) permitió recorrer un camino que desató nudos e hizo posible comprender el significado de los síntomas. Melina reencuentra en Juan sus dolores, pérdidas y ausencias pero también su imposibilidad de movilizarse para salir del círculo. Juan no puede rescatarla. Sólo Leandro desde su búsqueda por reparar el apego (Morosini, 2008a) y sin mayor consciencia de ello, la convoca por el tenor de sus regresiones a la intermediación del tercero terapéutico, jugando su narcisismo para auto-conservarse y preservarse de las vivencias catastróficas de desintegración (Freud, 1914). Trabajar con los procesos de reparar la envoltura psíquica nos permitió apuntalar el psiquismo familiar, como lo afirma Kaës, vale decir que la red vincular que apuntala al niño con sus logros y sus falencias, hace posible los registros intrapsíquico, interpsíquico y transpsíquico (Morosini, 2013).

El trabajo con el grupo familiar tuvo que reescribir las historias singulares en la gran historia familiar y centrar el eje en las marcas identificatorias, en los puntos en común en la pareja y en la necesidad de ser ellos mismos, quienes comprendieran que esas identificaciones les generaban impotencia y dolor. Trabajar en el campo de lo transferencial-contratransferencial e intertransferencial (Kaës, 2007) con las necesidades afectivas actuales de la familia que habían formado, redujo el sufrimiento y abrió nuevas posibilidades a todos. Durante más de tres años trabajamos en diversos dispositivos con esta familia, la que logró acceder a otra manera der comunicarse y comprenderse.

Bibliografía

Abraham, N., Torok, M. (1978). La corteza y el núcleo. Buenos Aires: Amorrortu, 2005.

Aulagnier Castoriadis, P. (1975). La violencia de la interpretación. Buenos Aires: Amorrortu, 2001.

Bollas, C. (1987). La sombra del objeto: psicoanálisis de lo sabido no pensado. Buenos Aires: Amorrortu, 1991.

Bowlby, J. (1983). La pérdida afectiva. Tristeza y depresión. Barcelona: Paidós, 1983.

Bowlby, J. (1985). La separación afectiva. Barcelona: Paidós, 1985.

Brazelton, T.B., Cramer, B.G. (1990). La relación más temprana. Buenos Aires: Paidós, 1993.

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[1] En los casos en que han sobrevenido experiencias traumáticas transcurridos ya los primeros años de vida, los buenos registros provenientes de la primera infancia, llevan al niño a refugiarse en su memoria corporal y con actitudes regresivas logra calmarse por momentos ante lo doloroso que vive. Los estímulos asociados a experiencias gratificantes de la primera época lo apuntalan en el tránsito difícil. Allí el Yo – piel merced a sus registros de inscripción envuelve la necesidad narcisística del niño conteniendo en parte sus desbordes. Si por el contrario las primeras experiencias de contacto, no le han brindado sentido de integración sino incoherencia al modo de una piel agujereada por donde se vacían sus contenidos internos, es muy posible que sobrevenga una fuerte sensación de vacío, con la posible caída en la psicosis (Morosini I., 2013, “La envoltura psíquica”, Revista on-line Psicoanálisis & Intersubjetividad, 7).

[2] Los “Yo Auxiliares” son profesionales entrenados que trabajan bajo la dirección del Director de Psicodrama y son quiénes escuchan y ejecutan – en la escena creada por los pacientes – las indicaciones que les da el Director respecto a roles, a técnicas específicas, recursos que sirven para esclarecer la situación que se plantea. El Director amplía su visión y comprensión desde el trabajo escénico de la familia entre sí y con los “Yo Auxiliares”, no sólo en la escena sino también con sus comentarios respecto a lo que sienten en el contexto dramático y lo que piensan en consecuencia.

[3] El proceso interpretado como “psicótico” de Leandro explica su acción como defensa contra la vuelta sobre el yo, debido al cúmulo de angustia por el temor a la pérdida del mundo real y su relación con él (Ruffiot, 2015).

Revista Internacional de Psicoanálisis de Familia y Pareja

AIPPF

ISSN 2105-1038