Más allá del concepto de parafilia
REVISTA N° 23 | AÑO 2020 / 2
Criterios demarcadores de la sexualidad perversa. Más allá del concepto de parafilia
Resumen
Criterios demarcadores de la sexualidad perversa. Más allá del concepto de parafilia
La autora realiza una aproximación al concepto de perversión en la sexualidad humana. Se pregunta si la irrupción del concepto de parafilia es o no suficiente para aludir a unas dinámicas interactivas y para explicar la complejidad del deseo, así como sus significados subjetivos. Por ello propone una distinción entre el texto social de la elección de la fuente, del objeto o del fin de la preferencia sexual y el subtexto íntimo (perentorio, impulsivo o compulsivo), que excluye la libertad y a menudo la arrebata a los otros implicados en el acoplamiento. El artículo avanza disolviendo y aclarando mitos sobre las relaciones perversas, sus componentes creativos y privativos y finaliza proponiendo algunos indicadores delimitadores que llevan el sello distintivo de la perversión. Sugiere que las expresiones perversas son un refugio psíquico contra un desfondamiento psicótico y, en ocasiones, una fijación en la búsqueda de la identidad que desobjetaliza al otro, devenido instrumento del propio placer.
Palabras clave: perversión, criterios demarcadores, sexualidad, parafilia, refugios psíquicos.
Résumé
Les marqueurs de la sexualité perverse. Au-delà du concept de parafilie
L’auteure aborde le concept de perversion dans la sexualité humaine. Elle s’interroge sur l’irruption du concept de “paraphilie”: suffit-il pour faire référence aux dynamiques interactives et pour expliquer la complexité du désir, ainsi que toutes ses significations subjectives? Elle propose ainsi une distinction entre le texte social du choix de la source, de l’objet ou de la finalité de la préférence sexuelle et le sous-texte intime (péremptoire, impulsif ou encore compulsif) qui exclut la liberté et, très souvent, l’enlève aux autres personnes impliquées dans l’accouplement. L’article cherche à déconstruire et à clarifier les mythes sur les relations perverses ainsi que leurs composantes créatives et privatives, puis se termine en proposant quelques indicateurs pour désigner le sceau de la perversion. L’auteure fait ainsi l’hypothèse que les expressions perverses sont un refuge psychique contre une crise psychotique et, dans certains cas, une sorte de point de fixation dans la recherche d’identité qui “désobjective” l’autre, entre-temps devenu l’instrument de son propre plaisir.
Mots-clés: perversion, critères de délimitation, sexualité, paraphilie, refuge psychique.
Summary
Demarcating criteria of perverse sexuality. Beyond the concept of paraphilia
The author sets out an approach to the concept of perversion in human sexuality. She questions whether or not the widespread emergence of the concept of paraphilia is sufficient to refer to interactive dynamics and to explain the complexity of desire, as well as its subjective meanings. Therefore, she suggests a distinction between the social usage of the term, depending on the choice of origin, the object or the aim of sexual preference, and the intimate subtext (peremptory, impulsive, or compulsive), which excludes freedom and often snatches it away from others involved in the coupling. The paper proceeds with the overcoming and clarifying of myths about perverse relationships, their creative and private components, and finishes by proposing some delimiting indicators that bear the distinctive hallmarks of perversion. The author suggests that perverse expressions are considered as a psychic retreat against a psychotic breakdown and, occasionally, as a fixation on the search for identity that de-objectifies the other, so becoming an instrument for one’s own pleasure.
Keywords: Perversion, demarcating criteria, sexuality, paraphilia, psychic retreat.
ARTÍCULO
Perversión: ¿Un vocablo clínico desactualizado?
Desde los primeros significados de polimorfismo y “esparramamiento” pulsional, el término perversión ha conocido vaivenes semánticos múltiples, algunos de los cuales lo han aproximado más a eros y otros a thanatos, dándose el caso de que sus contaminaciones de sentido moral, en la medida que suponían una merma en su valoración clínica y psicopatológica, lo han excluido del lenguaje (excepto en el ámbito psicoanalítico), en beneficio de otros términos: parafilias, neosexualidades, defensas perversas contra la psicosis, etc. En medio de la diversidad de manifestaciones fenoménicas perversas, la búsqueda de una estructura que subtienda todas ellas ha ocupado continuamente a los especialistas. ¿Existe alguna unidad intrínseca, se preguntan Baranger et al. (2009)? Fernández Soriano (2009) así lo sostiene: «Creo que la perversión puede considerarse una estructura con entidad propia, consiste en una formación caracterial egosintónica de adaptación a la realidad interna y externa, destinada a neutralizar la angustia, mediante el control de la excitación propia y la desvitalización progresiva del objeto» (p. 58). Veamos a continuación cómo articular la controversia sobre si le trata de estructura o defensa:
- La perversión implica una distorsión de la realidad que abarca a otras áreas no directamente sexuales. Distorsión consistente en que la realidad es parcialmente aceptada y parcialmente negada. Por ello, Steiner (1997) la ubica como estado mental que opera al modo de un refugio psíquico, ocasionalmente opuesto a la neurosis, pero comúnmente fronterizo con las psicosis. Contrapuesta a la ortodoxia con una determinada norma que señala la conversión (religiosa, ideológica, legal), la perversión subraya la transversalidad y la ambigüedad entre lo normativo y lo transgresor. El perverso no es propiamente un loco, aunque haya perversos locos (en su sentido psicótico), y locos perversos (en su sentido moral), sino un cuerdo que conoce la diferencia entre fantasía y realidad, bien y mal, yo y no-yo, pero que da la espalda a ese conocimiento porque ante todo huye de su angustia y sus vacíos internos aniquiladores. La perversión destaca como una solución de compromiso particular entre el impulso, la defensa y la ansiedad.
- Se configura como el evacuado de las tensiones no mentalizadas, posee un carácter compulsivo y expelente de una sexualidad caracterizada por la desmesura y que puede llegar a ser amenazadora para el equilibrio (la autorregulación del psiquismo), en tanto que no se descargue. Burdet (2013; 2018) desarrolla esta idea al admitir que la solución perversa es una de las posibles salidas en un tiempo en el que “soplan aires de excitación excesiva”, difícil de ligar en sí misma. Cuando produce la desligazón por exceso de energía interna, se viaja más allá del principio de placer, rompiéndose los vínculos o no llegando a establecerse siquiera, Eros amenaza a Narciso, se destruye la autorregulación y el único objetivo pasa a ser preservar la homeostasis y la identidad. En general, el objeto sexual no pasa nunca de ser un objeto parcial, carente de valor y entidad fuera de la necesidad perentoria y apremiante, es anónimo y sustituible. Diríase que la expresión sexual perversa transcurre en una atmósfera oniroide, y tiene el valor de un acting-out continuo, evasor de la angustia. Posee una función drenante, no es elaborativa, de modo similar a como las pesadillas expresan traumas no metabolizados. Abadi (citado por Baranger et al., 2009) alude al “monoglotismo” perverso, en contraposición al “poliglotismo” del lenguaje más libre de la sexualidad no perversa: el perverso cuenta siempre la misma historia en el mismo idioma. Con ello se resalta su rigidez, la fijeza de sus cristalizaciones: «La ritualización permite en parte mantener a raya la angustia que amenaza al sujeto, imponiendo un ordenamiento, una distribución de roles apuntando a un final previsto, que neutralizan las fantasías angustiantes» (ibidem, p. 27).
- El perverso se mantiene en formas confusionales de vinculación, con graves problemas para delimitar el fantasma de la realidad, yuxtaponiendo lo imaginario sobre lo real, títere del deseo que se le impone. De ahí que el perverso, al no consolidar los nudos neuróticos que se tejen a golpe de simbolización y gracias a la capacidad de suplantar con la fantasía el deseo exigente e imperativo, desemboque en la solución de una sexualidad operatoria, de una pobreza, rigidez y estereotipia notables. Varios autores apuntan a la depresión como solución contra el desvalimiento, como fórmula antidepresiva muy recurrida por quienes no pueden hacer un duelo ni canalizar se hacia una melancolía.
Roudinesco (2009), tras analizar las biografías de sádicos, libertinos y algunos excéntricos místicos, concluye que son más asociales que sociópatas, que procuran invertir la ley, abolirla incluso, rompiendo las bridas sociales que la convivencia y la moral imponen. Podría decirse que han de haber interiorizado los principios morales para poder burlarse de ellos y provocar al mundo convencional con su sarcasmo y su estridencia: «Es perverso – y por ende patológico – quien elige como objeto uno idéntico a él, o incluso la parte o el desecho de un cuerpo que remite al suyo propio (el fetichista, el coprófilo)… aquellos que toman o penetran por efracción el cuerpo del otro sin su consentimiento (el violador, el pedófilo), los que destruyen o devoran ritualmente su cuerpo o el del otro (el sádico, el masoquista, el antropófago, el autófago, el necrófilo, el sacrificador, el mutilador), los que disfrazan su cuerpo o su identidad (el travesti), los que exhiben o captan el cuerpo como objeto de placer (el exhibicionista, el voyeur, el narcisista, el adepto al autoerotismo). Es perverso, en fin, quien desafía la barrera de las especies (el zoófilo), niega las leyes de la filiación y la consanguinidad (el incestuoso) o incluso anula la ley de la conservación de la especie (…el criminal sexual)» (Roudinesco, 2009, p. 92). - A mi juicio, la perversión se enlaza fundamentalmente al componente de perentoriedad del impulso sexual, más aún que al objeto, al fin o a la fuente del mismo. Es dicho rasgo lo que le da su peculiar drang, la acometida salvaje e ineluctable, la urgencia de descarga sensorio-motriz que aproxima formalmente la perversión a trastornos del control de impulsos. McDougall (2009) resalta el componente cuantitativo Para el perverso no hay personas, sino “objetos” intercambiables e idénticos para su refuerzo narcisista, siempre que cumplan la función imaginaria de “juguete fetichista” parcialmente valorizado y globalmente destruido- en la relación perversa: «a la noción de neosexualidades añadiré la de neonecesidades, en las cuales el objeto sexual, como objeto parcial o práctica erótica, es incesantemente buscado a la manera de una droga. De ahí que se pueda recurrir a objetos eróticos inanimados o a personas tratadas como objetos inanimados o intercambiables» (McDougall, 2009, p. 37).
A menudo están presentes otros ingredientes: deseo y miedo, odio y desprecio hacia el objeto a quien se asegura desear; emociones y actitudes que, lejos de contraponerse, se refuerzan mutuamente (García Morales, 2001). Creación y destrucción se combinan en un endiablado complot que solo es posible por la escisión del yo del perverso (Tabares, 2001) y, a veces, de su víctima, cuando entre ellos se produce una simbiosis o colusión patológica[1]. Es legítimo pensar que lo perverso no radica en la fantasía más o menos divagante, ni tampoco en el acto en sí, en la puesta en escena, sino en la relación. Si esto fuera así, la perversión sale del sujeto-objeto y se ubicaría en el espacio intersubjetivo. - Diversos autores se han referido a la perversión como “psicosis focalizada”, o como expresión delirante parcial acerca del falo, sus funciones, significados y valor estructurante para la identidad. El perverso puede mantener un contacto bastante aceptable con la realidad a cambio de pagar su peaje de compulsión perversa, pero es tan profundamente egosintónico como lo es el psicótico. Paralelamente, se subraya el “hambre de estimulación” (Wallon, 1935) o “apetito de excitación” (Barande, 1982), como desbordamiento maníaco de la omnipotencia de la agresividad, la envidia destructiva y el desprecio narcisista del otro (Bassols y Coderch, 1984), como organización arcaica de la personalidad (Daumezon, 2000), como “desafío ético” (Aulagnier, 1966), por cuanto deseo y ley quedan disociados, y donde lo placentero no ha de ser sinónimo de lo bueno, o el placer no se enlaza a la libertad, sino al cumplimiento de un contrato que es la relación perversa; o, finalmente, como “neosexualidad, o performance creativa de la escena primaria” (McDougall, 1978).
- Lo libidinal y lo destructivo más que librar una lucha, están profundamente interpenetrados, y eso depara al acto perverso esa soldadura extraña adictivo-obsesiva que consume y colapsa gran parte de su vida personal, imposibilitando las sublimaciones. Cobra un inmenso valor el trauma padecido del que la sexualidad perversa se dibuja como intento de autocuración. Kestemberg (1978) planteaba esta fusión erótico destructiva (que puede decantarse del lado de eros en ciertas formas de masoquismo, o del lado de la aniquilación en formas de autosadismo y en sexualidades adictivas) cuya resolución suele ser la fetichización del objeto, con quien se puede tener “sexo crudo” (Burdet, 2013) porque está privado de subjetividad y, por ello, no alcanza en la mente del perverso representación afectiva alguna. El sexo operatorio, carente de misterio, de anhelo, de búsqueda, es un mero acto operatorio, más cercano a la desorganización mortífera que solo da un placer frío, que a la reconstrucción e la individualidad que quedó interrumpida o amenazada por efecto de vivencias traumáticas. Algunos notables perversos, como el Marqués de Sade (obsérvese el sobrenombre con que se le conoció: “el divino Marqués”), eran personas ilustradas y tras la explosión oceánica y sin límites de su sexualidad procaz, abyecta y aberrante, componen tratados racionalmente justificativos y propagandísticos de sus hazañas, una retórica de la depravación. Los seguidores de Sade, Masoch, etc., exaltan la fuerza argumentativa de sus exposiciones a favor de sus prácticas, aunque están llenas – como sabemos – de falacias y sofismas.
A medida que se introdujo la era contemporánea y los ideales ilustrados cedieron terreno a concepciones individualistas, pragmáticas, positivistas y neoliberales, ni el Estado ni la Psiquiatría intervinieron en el ámbito de la sexualidad, que pasó a ser juzgado como íntimo y libre, salvo que – en sus formas públicas – rebasara el límite de las leyes, en cuyo caso no pertenecería a la medicina o a la psicología evaluarla, sino a la Criminología. Es por eso, que Foucault, en su célebre “Historia de la sexualidad” señala que lo que cambia con el paso de las épocas no son las perversiones o los “vicios”, sino el juego del poder y del placer, llegando al siglo XX y XXI, donde lo otrora considerado patología o delito pasa a ser considerado mero capricho, ejercicio u opción libre del deseo, expresión de su identidad. Según pasan las décadas, y como otra más de las manifestaciones de la posmodernidad, las parafilias abandonan la zona oscura de las estructuras perversas y pasan a ser variantes de una pluralidad y heterogeneidad social. Los descontentos y discrepantes con la tendencia central normativa de la heterosexualidad reproductiva reclaman sus derechos y su visibilidad, no valoraciones ni condenas, y así la sexualidad es un arma revolucionaria para las minorías, proscribiéndose el análisis clínico de las mismas en aras de sus derechos civiles: «alivio de las angustias de separación y castración, el control de la agresión, el fortalecimiento de la imagen corporal, la expresión de una identificación femenina y el triunfo sobre ella, la deshumanización y neutralización de los objetos experimentados como amenazantes y temibles, la obliteración de defectos del sentido de la realidad y el alivio ante afectos dolorosos como la depresión» (Moore y Fine, 1997, p. 306). - La perversión también es, para otros autores, a su modo, una mística del encuentro con el Deseo sin paliativos, máscaras o convenciones, un Deseo al que todos (el perverso y su pareja) se subordinan (Clavreul, 2000) y que utiliza todo elemento, sensación, o instrumento para potenciar, exaltar y sublimar el deseo mismo. Hay en la perversión una nostalgia de absoluto, de paraíso perdido, de clímax fusivo, de borramiento de límites, de posesión total y anuladora de la diferenciación del otro que equipara el anhelo de placer a las metas de fusión y de disolución de las místicas orientales budistas, sufís y tántricas. Tal vez por ello, Assoun (2005), asegura que, cuando emerge un ingrediente perverso, “la muerte es el pasajero clandestino del tren de la pasión amorosa”. He ahí que la perversión (la verdadera perversión situada en el extremo del eje estructural, a juicio de Baranger et al., 2009) abole las barreras y no tolera interdicciones morales (la vida, la libertad), ni sociales (el respeto, la dignidad) (Sopena, 2009). Por ello, cabe pensar en la paradoja de vida y muerte cuya epifanía es la gran perversión: la supresión de inhibiciones interpersonales, sociales, éticas y afectivas, que constituyen la suprema expresión de las perversiones más temibles (el canibalismo sexual), son experimentadas como una apoteosis de la vida, un intento de autocuración y de reparación, gracias al cual Eros derrota a Thanatos (desde el punto de vista de la dinámica autopercibida del perverso), mientras que Thanatos triunfa sobre Eros desde la percepción del clínico (Moguillansky, 2002).
Pensando el texto y el subtexto de la sexualidad perversa
El deseo del hombre es elegir su propio goce o dirigirlo hacia aquello que amplía su identidad y potencia su intimidad, refuerza su autonomía y, de algún modo, lo trasciende; ¿podemos, entonces, plantear la perversión como una disonancia o una rebeldía de la naturaleza o como un acto creativo y artístico del pensamiento sexual? El arte, la religión, el sexo, explican la chispa de eternidad que está presente en el deseo humano. La sexualidad, como epifanía creativa y lúdica se ha liberado del determinismo fisiológico y se siente tentada de enlazarse a cualquier tipo de representación real o simbólica, ilimitadamente. (Marina, 2002). En vez de encadenarse a la solidez de la necesidad reproductiva, se diluye en un infinito juego de combinaciones lúdicas. Sexualidad – Juego – Placer se configuran como el triunvirato indiscutido. Se trata de uno más de los rostros del mundo líquido definido por Baumann (2005).
Y si la perversión depende de neoformaciones del fantasma ligado al placer, ¿cuáles han de ser los límites que se le marquen? ¿En virtud de qué criterios podemos discriminar lo creativo de una neoformación sexual respecto a la perversión maligna? Freud fijaba como criterios delimitadores de la perversión clínica no ya la excentricidad o el manierismo de algunas de sus puestas en acto, cuanto la exclusividad, la fijación y la falta de idoneidad para satisfacer el fin último de la pulsión (lo que supone que el placer erótico queda disociado -incluso en teoría- de la eventual consecuencia reproductora).
En opinión de Neu (1996), el criterio de delimitación clínica entre la perversión propiamente dicha y una manifestación “diferente” de la sexualidad no es de contenido (salvo en casos tales como la coprofilia o la necrofilia), sino de forma. Y la forma remite a una serie de fundamentos histórico-contextuales insoslayables. Es fácil pretender que el psicoanalista sólo interpele lo intrapsíquico del sufrimiento o la angustia experimentada por el perverso ante su conducta, pero acaso lo intrapsíquico puede disociarse de los introyectos y de las atribuciones, juicios y expectativas que el entorno impone al sujeto, ora como interdicciones, ora como exigencias. Laplanche (2001) distingue entre una pulsión sexual de vida y una pulsión sexual de muerte: la primera sometida al imperio del placer y la segunda al imperativo de la excitación sin límite, lo que aportaría una defensa maníaca omnipotente frente a la vulnerabilidad y el trauma. Lo perverso frente a lo polimorfo se caracteriza, a juicio de Tabares (2005) por dicha defensa maníaca que, eventualmente, podría tener incluso un componente casi alucinatorio de control sobre un objeto desmantelado (empequeñecido, roto, empobrecido).
McDougall, una de las clínicas que ha tratado en su vida mayor número de sujetos perversos, se muestra clara y taxativa a la hora de delimitar una neosexualidad más o menos compatible con la neurosis: sería menos patológica, por cuanto puede ser egodistónica y permitir un distanciamiento crítico por parte del sujeto que cooperará en sus tratamientos para disolverla o reasumirla desde otra posición más madura y eficaz, de una perversión maligna, clínicamente muy regresiva, psicótica y, por consiguiente, muy alienante sería egosintónica. La autora traza a este respecto algunos indicadores que ayudan a la discriminación clínica: «…desearía reservar esta palabra para ciertas formas de relación: las relaciones sexuales impuestas por un individuo a otro no consintiente (voyeurismo, violación) o no responsable (niño, adulto mentalmente perturbado) (…), relaciones en cuyo transcurso uno de los partenaires es completamente indiferente a la responsabilidad, las necesidades o los deseos del otro» (McDougall, 1998, p. 228).
Entiendo que McDougall aporta criterios esenciales en la definición de la sexualidad perversa: 1) coacción (dominio, ejercicio de poder) sobre un sujeto no autónomo o vulnerable, 2) ausencia de empatía con el otro, o incluso despersonalización del otro. Por consiguiente, 3) hay una falla esencial en el reconocimiento de la subjetividad del otro, razón por la que también se produce 4) un fracaso inapelable en la intersubjetividad, en la mutualidad, en la reciprocidad y en la co-creación de un verdadero espacio de encuentro y fecundidad. Finalmente, 5) el perverso no puede crear intimidad porque no atribuye identidad al otro y porque anda buscando la suya propia.
Bajo la superficie conductual de la sexualidad perversa, activa o pasiva, explotadora o depredadora, se esconde un subtexto de narcisismo o antisocialidad. A veces – como hemos visto – la perversión es un parapeto defensivo frente a la desintegración depresiva y melancólica, (recuérdese, en este sentido, El último tango en París, donde se evidenciaba la incapacidad de elaborar duelos, pérdidas, sentimientos de incompletud y vacío tras la impactante máscara del erotismo. El perverso desolado y arrasado en su soledad sin verdaderos objetos se procura la máxima excitación, excesiva por acumulación, como vía para llegar a la máxima calma. Es su forma de regulación fisiológica y narcisista, pero que se mueve en bucle de forma adictiva entre el deseo insaciable, pese a las descargas momentáneas, y la insatisfacción. Como expone magistralmente Burdet (2018), la alteridad desaparece y con ello la identidad solo encuentra vacíos abisales que solo pueden ser superficialmente cubiertos con gadgets u objetos-sustancia respecto a quienes vincularse sucesiva y adictivamente.
Ese narcisismo de muerte los hace inabordables a las terapias convencionales, a las que no suelen acudir y, en todo caso, disfrutan ante su fracaso e ineficacia (Kernberg, 2014). Pareciera redundante, casi un pleonasmo, afirmar que la sexualidad perversa se revela como la incapacidad de amar lo genuino, distinto y separado del otro, su no pertenencia, su no posesión (Domene, 2011). De ahí que se reduzca al otro a su condición de objeto instrumental, de uso, transitorio y desechable, y no aludo solo al consumo explícito de pornografía o de prostitución, sino a variantes en apariencia más consentidas y voluntarias, pero que en el ámbito de la privacidad sexual llevan consigo diversas exigencias de humillación, anulación, sumisión, extorsión, renegación de la identidad, cosificación o sacrificio. De hecho, la sexualidad perversa puede estar engramada en el seno de una personalidad y una dinámica aparentemente cuerda en otros contextos y lenguajes (Vidal, 2000). A modo de un escotoma, de un núcleo disociado, cargado de estereotipia y rigidez, con la textura que da lo ineluctable del impulso que ha quedado configurado en el psiquismo como un imperativo.
Disolviendo o aclarando mitos
Trataré ahora, con miras a disiparlos, algunos tópicos emanados de las estadísticas y de ciertos supuestos culturales generales, que sostienen lo siguiente:
- “las perversiones son prácticas necesariamente minoritarias o infrecuentes”.
- “las perversiones son elecciones personales, iniciadas y sostenidas voluntariamente por el sujeto perverso”.
- “las perversiones son actividades o conductas plenamente compatibles con la normalidad psicológica”.
¿Son minoritarias o infrecuentes las actividades sexuales perversas?
Sobre este primer tópico diré que, obviamente, ni la popularidad de ciertas prácticas sociales (como por ejemplo, la curiosidad voyeurista reflejada en audiencias masivas de Gran Hermano), ni la rareza de otras (el asombroso número de variantes de las técnicas, instrumentos o condiciones que rodean las prácticas autoeróticas) influyen intrínsecamente en el grado o en la cualidad de la conducta perversa en sí. De otra parte, las modas culturales, favorables o críticas, tampoco influyen en el núcleo de la identidad perversa. Hoy sexualidad rima con posibilidad, con un abanico de infinitas combinaciones, pero ha adquirido un tinte femenino en su conjunto, femenino y feminista, en antagónica contraposición al imperio de lo patriarcal pugnaz durante siglos. Se nos habla de una globalización de lo femenino, de una explosión de polimorfismo. Así lo expresa Verdú:«Esta vaporización de lo sexual da lugar a combinaciones múltiples dentro del mundo del consumo aunque con una cualidad fundamental. El conjunto se feminiza sin que esta cultura femenina, más ambigua y disipativa, aparezca como imposición. Sino como evolución. El mundo en fin se ha feminizado tanto que el erotismo femenino se ha convertido en el paradigma general de la cultura» (Verdú, 2005, p. 62). Asistimos de hecho a una subversión de lo “políticamente correcto” (Castellano Mauri, 1996) en el amor, en las configuraciones familiares, en lo sexual. La otrora normalidad sexual ha devenido sinónimo de convencionalismo, represión de la fantasía, mojigatería, miedo a la exploración de las potencialidades del placer: ortodoxia en suma. Formar parte de la norma estadística equivale a vulgaridad, a aburrimiento sobreadaptativo, por lo que se experimenta con variantes sexuales en las que se vuelca el anhelo de singularizarse. El derecho a la diferencia no precisa las armas de una revolución o de una rebelión cruenta, ahíta de prohibición, sanción, sufrimiento o marginación de minorías. La revolución sexual tiene tintes festivos, es vitalista y muestra su apoteosis en las banderas arco iris o en las marchas de la diversidad y la identidad que abanderan siglas en expansión: LGTBIQ+. La sexualidad ha perdido dramatismo y misterio, pero ha ganado en folklore y en difusión. La dialéctica entre lo masculino/femenino ha devenido un espacio sin aranceles, sin oposición. Se da una continuidad andrógina, queer, como porvenir para hombres y mujeres. Se deduce de lo anterior, sin embargo, que la versatilidad u originalidad en el menú erótico no produce ni equivale a perversión.
Las neosexualidades, ensalzadas por la postmodernidad, hoy son las que más venden (en literatura, en arte, en moda, en cine, en periodismo televisual, en internet), constituyen la nueva ortodoxia (el neoparadigma, entendido en los términos de la revolución cultural de Kuhn), el nuevo canon. Ahora existe mayor visibilidad, permisividad y aceptación de la pluralidad y diversidad, fruto de la atenuación de la censura cultural y religiosa, una apertura al posibilismo relativista, una proliferación de minorías influyentes, pero en todo caso las perversiones no han cambiado ni en su esencia, ni en sus causas, por más que puedan diferir en su presencia (ahora mucho más evidente y sonora, sociológicamente hablando) o en su circunstancia (histórico-ideológicamente permitida y trivializada).
No quiero dejar de subrayar que las neosexualidades son ingredientes esenciales de la sociedad del espectáculo (Vargas Llosa, 2012), con un doble cometido: reivindicativo y di-vertido. Las encontraremos formando parte del menú social, como “objetos de lujo” (Verdú, 2005), alentando al descubrimiento en cada espectador de sus ocultos trasfondos sexuales negados, disociados, oscuros, incitándole a explorarlos, a probarlos, a romper las cadenas del pudor o de la persecución social, a liberarse. Empero, ese sujeto que exterioriza y teatraliza las fantasías reprimidas del imaginario colectivo silencioso y procura su entretenimiento no es un perverso; es sólo un histrión, un mimo en el escenario de representaciones, confusiones y figuraciones en el que es fácil perderse y desorientarse, pero que sirve fundamentalmente para entretenerse. El verdadero perverso se ve impelido a su conducta para dispersar o anular el sufrimiento antes de que aparezca, o causa sufrimiento al otro, para así poder tranquilizarse con el pensamiento: “no soy yo el que sufre, sino que soy yo el que causa sufrimiento”, transformación en su contrario.
¿Son realmente libres y voluntarias las elecciones perversas?
Aceptamos de este segundo tópico que las geografías del placer son diversas y mientras no violenten o perturben a seres indefensos o desiguales en cuanto a control de la situación, o no menoscaben su dignidad y sus derechos cabría considerarlas meras formas creativas de expandir y multiplicar el placer. Estrictamente, sólo podemos hablar de sexualidad clínicamente perversa cuando se inflija destrucción sobre el objeto de relación erótica. Si hay coparticipación y consentimiento pleno y mutuo en el erotismo no puede prejuzgarse perversión. La pasión destruye todos los diques de la moral, levanta las represiones e instala las perversiones, «está abierta una autorización total para gozar con el cuerpo amado» (Goldin, 1992, p. 74).
En este sentido, lo que distingue al perverso de quien no lo es, es la incapacidad para vivir la sexualidad como un juego lúdico, porque obedece ciegamente a las consignas de una libido rígida y estereotipada. Como no puede hacer otra cosa, ni tan siquiera puede no hacer lo que hace, así, el perverso no juega, sino que dramatiza, escenifica su obsesión, por lo que la perversión no es una respuesta responsable y autónoma, sino defensiva e instrumental para reequilibrar el psiquismo. Me adhiero al juicio de Bassols y Coderch cuando afirman: «…la perversión es siempre una forma de relación extremadamente parcial, incompleta, que implica algo más que una amputación del otro, de aquello que hace de él un ser humano, una persona. Es una forma de relación que supone también una mutilación del propio sujeto perverso, una retracción de su yo que, de esta forma, renuncia a percibir al otro en su totalidad, a reconocerlo, a estimarlo y a ser estimado por él (…) la perversión es fundamentalmente destructiva y, por tanto, patológica» (Bassols y Coderch, 1984, p. 54).
Placer y goce siguen caminos distintos. Cuando el placer erótico sobrepasa el límite de la vida, sucumbe a la fascinación de la muerte, pretende elevar más allá de lo tolerable el placer, estallar los límites, la sobredosis de goce absoluto, máximo y definitivo, coincide con la destrucción, pertenece al imperio de thanatos.
Si el sexo deja de ser expresión libidinal se convierte en tóxico; si sobrepasa la satisfacción del deseo, se extralimita dentro de la embriaguez, deviene droga, compulsión de repetición. Somos seres condenados a pedir, porque nunca lo tenemos todo ni accedemos a todo lo que deseamos. La clave de la felicidad consiste en recibir la suficiente dosis de respuesta a nuestro deseo, pero nunca esperar recibirlo todo, ni recibir tanto como para dejar de desear y de pedir más.
Como apuntaba McDougall (1978), asistimos a una promiscuidad de la sexualidad en la que está ausente el deseo y, más aún, el amor, correlato inverso de la problemática psíquica frecuente en las primeras etapas de la clínica psicoanalítica dominada por la acometida del deseo y la exaltación (sobrevaloración) del objeto en detrimento de la satisfacción sexual propiamente dicha, sujeta a un canon de satisfacción orgásmica y heterosexual.
El amor, el sexo, está inscrito también y gobernado por las leyes del mercado; son un producto de consumo perecedero, a los que se reclama intensidad, novedad, bajo coste emocional, sorpresividad, fugacidad. Parafraseando a André Green (1983) cuando dice en La pasión y el destino de las pasiones, que el enamorado ya no es el agente sino el paciente de su propia pasión, puede extrapolarse al perverso, pero de forma aún más acentuada. El sexo ocupa el lugar de la sustancia, de la droga, que amortigua la angustia neurótica, psicótica o las dependencias y estados confusionales. El sexo es el veneno, el tóxico, el principio activo que aplaca las ansiedades depresivas, eleva el maltrecho narcisismo o da cobijo y reasegura durante un tiempo en el vértigo móvil que es la vida.
Concluimos que la sexualidad perversa es tan alienadora como fruto de la alienación, por lo que no expresa ni libertad ni voluntad genuinas, al menos no de las nacidas de la madurez y de la responsabilidad. Cabe investigar varias hipótesis: una, las personas con manifestaciones perversas presentan una mayor incidencia de estados prementalizados, sean éstos de equivalencia psíquica, como si o teleológicos; otra, dichas personas, habrán tenido probablemente apegos caóticos en su infancia, o habrán carecido de estructura de apego o de vínculo; por último, dichas personas presentarán un patrón cognitivo-moral y cognitivo-emocional inmaduro, no teniendo capacidad de representarse la alteridad, no pudiendo amar a nadie ni a sí mismo, pues a fin de cuentas el yo es un precipitado de identificaciones y restos de otros significativos a los que hemos amado y con los que nos hemos vinculado a lo largo de la vida.
¿Es posible ser cuerdo y perverso?
Respecto a este tercer tópico, estamos persuadidos de que abunda la opinión según la cual el perverso es un mal nacido cuya complacencia se deriva del sufrimiento ajeno o del vicio propio. Aclaremos, sin embargo, que hay que distinguir la perversión psicótica (“loca”), legalmente inimputable, de la perversión psicopática, legalmente punible, voluntariamente ejecutada y con capacidad no ejercida de control de los impulsos – la perversión “acting-out” – y de la perversión neurótica, en la que el sujeto es consciente, pero no libre, sintónico pero crítico de su conducta, carente de autonomía respecto a ella, dominado coercitivamente por el impulso pero invadido por la culpa y la vergüenza, el miedo al rechazo y la búsqueda de un castigo por su “anormalidad”. El perverso neurótico “comete” su perversión al modo que el pecador comete el pecado, precisamente desde la conciencia de culpa y gracias a ella. A este propósito resultan muy interesantes las reflexiones de Clavreul (2000) al señalar que este tipo de perverso lo es precisamente desde la obediencia a la ley que a semejanza del neurótico se ha dictado a sí mismo. En otros términos: la ley precede al perverso. Para que el perverso traspase el muro, éste debe previamente existir. De modo que es el deseo el que hace la ley, y es la lucha entre el deseo de desafiarla y la represión, la que el perverso gana y el neurótico pierde. El neurótico tiene un amo que es la ley de los hombres; el perverso tiene otro, que es su Deseo.
Al trasgredir la ley del orden neurótico, el perverso no es ya un delincuente, sino el instaurador de una ética propia donde impera la Ley del Deseo. A partir de ahí, el perverso se siente inalcanzable e insobornable en el reino privado habitado sólo por él, insobornable a los castigos, inexpugnable a la culpa o a la crítica, amo de un código indescifrable para los profanos; código a la luz del cual no es culpable, la angustia se diluye. En esa neorrealidad es libre y se ríe cínicamente de la cobardía y del aburrimiento, del dolor o de la indefensión de sus víctimas. Ejemplos magistrales de esta audacia moral nos los brinda la extensa obra de Sade, o Los cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer.
En otras variantes, la perversión es una modalidad compulsiva, adictiva e ineluctable. Son las soluciones precarias o no, provisionales o definitivas, que ciertos sujetos han encontrado para sobrevivir psíquicamente a identidades lacunares o confusas y frecuentemente «tentativas complicadas de mantener alguna forma de relación heterosexual» (McDougall, 1998, p. 227). En esta categoría se encuadran particularmente los fetichistas, voyeuristas, exhibicionistas y las relaciones sado-masoquistas.
Lo que ocurre es que, a menudo, el propio sujeto no experiencia su preferencia como perversa o, incluso, si la evalúa como tal no reniega de ella o la vive como aconflictiva. La ejecución privada y particular de la sexualidad personaliza y singulariza al ejecutante, que con cada acto se identifica y reasegura subjetivamente. La preferencia por unos u otros “guiones eróticos” no es accidental, sino, por el contrario, ligada a las representaciones dominantes y éstas a las fijaciones determinantes en la biografía psíquica de cada uno. Es, precisamente, lo incoercible de estas fijaciones y la persistencia de los mismos fantasmas lo que permite detectar la presencia de una libido adherente y carcelaria, que aprisiona al sujeto en unas soluciones estereotipadas e incluso mortíferas para él y peligrosas para el partenaire. «La mayoría de los individuos viven sus actos eróticos y sus elecciones de objeto como “yo-sintónicas”, sean o no juzgados “perversos” por los otros. Las preferencias sexuales sólo son un problema para analizar cuando el sujeto vive su forma de sexualidad como fuente de sufrimiento, y por lo tanto no totalmente conforme a su sí-mismo» (McDougall, 1998, p. 226).
Esto implica que, para el perverso, la forma que adopta su sexualidad es parte integrante de su identidad, de su definición: no ser pedófilo, voyeur, masoquista, etc, creen que les volvería locos, que se desintegrarían. No por casualidad, en la psiquiatría clásica se consideraba la perversión como el último dique de contención antes de la desintegración psicótica (Fernández Soriano, 2009). Así contemplada, la sexualidad perversa sería una fórmula estructuradora, un pilar individualizador, algo así como el último intento de impedir la desorganización psicótica. Dicho con otras palabras, la perversión es un apuntamiento libidinal arcaico que actúa a modo de solución de emergencia para librar al sujeto de un vacío terrorífico (McDougall, 2009) o del borramiento afanítico de la capacidad de gozar, infligido por la castración materna o paterna. La perversión es, a su modo, una resurrección psíquica de estados catatónicos de muerte y de irrealidad psícóticos.
Ante la disyuntiva: o me dejo arrastrar por el impulso considerado maligno y perverso, o enloquezco, el perverso se inclina hacia una actividad que mantiene un simulacro de relación con los otros, una pseudorrelación, una conexión fallida, pero es que la alternativa es la quiebra psicótica, aún más tenebrosa. Acercarnos comprensivamente a la sexualidad perversa no implica, pues, negar su “anormalidad”, sino más bien realizar un “alegato en favor de cierta anormalidad” como parte inextinta de la normatividad sexual; con ello además cumplimos la misteriosa consigna lanzada por Freud cuando afirmaba que la predisposición a la perversión no es algo raro y especial sino una parte de la constitución llamada normal (y no sólo en el sentido evolutivo, sino configurativo de la identidad adulta) (Freud, 1905).
Muchos se preguntarán si adelantamos mucho culturalmente demoliendo los criterios moralistas y religiosos sobre lo normativo en la sexualidad para meramente sustituirlos por otros criterios psicológicos o clínicos, pero que a fin de cuentas suponen un juicio condenatorio respecto de lo ordenado y lo desordenado del canon sexual. José Luis Sampedro (2000) realiza sabrosas reflexiones acerca de la equivalencia cultural de las figuras del sacerdote, el psiquiatra (psicoanalista o psicólogo clínico), y el policía. Aunque presumamos de laborar en entidades, instituciones, ideologías y finalidades distintas, todas estas figuras desempeñan un parecido cometido de “camisa de fuerza cultural”, “opresores externos del Deseo pluriforme”, “disuasores de la discrepancia”, o inculcadores de culpa y vergüenza (si la perversión se juzga como pecado), de angustia (si se evalúa como desviación psíquica), de miedo a la sanción o a la condena (si se escapa al ordenamiento jurídico de la sexualidad).
Más allá de los indicadores descriptivos de parafilia. Criterios dinámicos
Llegados a este punto, ¿cuáles deben ser los criterios decisorios sobre la normalidad sexual y su contrapartida, la perversión clínicamente patógena?
- Quizá el acceso a la genitalidad y no meramente a la organización fálica (Laplanche y Pontalis, 1968). Y en las perversiones, cualesquiera, fallan una o todas de estas condiciones adicionales, por más que aparentemente admitan la unificación totalizante de la genitalidad o sus metas características. Es perversa clínicamente una sexualidad en la que el otro no pase de ser un útil, un artefacto para la satisfacción autoerótica y egocéntrica, al servicio del imperio del Poder o del Placer del Yo. La sexualidad perversa deviene una religión privada, un culto donde el único Dios a quien se adora es el Placer, sin concesiones ni paliativos.
- Es perversa una sexualidad que no se construya sobre el respeto a la autonomía, a la integridad o a la libertad del otro (del objeto), algo sistemáticamente ausente en el fetichismo, en las formas violentas de sexualidad en las cuales se inflige al partenaire la renegación de su autonomía o, lo que es lo mismo, la exigencia de su instrumentalización al servicio del Placer idealizado, convertido en Absoluto maníaco. Mencionamos aquí variantes como la apotemnofilia, la acrotomofilia, el canibalismo, el sadismo sexual, la necrofilia, la autofagia, entre otras.
- Es perversa una sexualidad en la que prevalecen los componentes auto o heterodestructivos, negadora de la vida, y que no se cimenta sobre la representación, anticipación, deliberación y asunción de las consecuencias presentes y futuras, sobre sí mismo y sobre el “otro” sobre quien recae el peso de su devastador impulso. Incluimos aquí variantes como la pederastia, la lesofilia, el frotteurismo, la violación o agresión sexual, la hipoxifilia, la saliromanía….
- Es perversa una sexualidad cuando se expresa como mecanismo autocalmante de ansiedades psicóticas, porque el sujeto está inmerso en una espiral compulsiva y automática, donde no cabe el pensamiento ni la conciencia. La fantasía que la figuración perversa escenifica tiene una textura alucinatoria, ritualizada, estereotipada, ingobernable: fetichismo, voyeurismo, exhibicionismo…
- Es perversa una sexualidad cuando tiene el sello del sino, del fatum, por eso no tiene proyecto, no apunta lejos, solo a lo inmediato. Por tanto, los otros no existen en tanto otros reales, sino en tanto meros oficiantes de un drama que se está obligado a escribir. Falta por completo la espontaneidad, la plasticidad y la sutileza, la creatividad lúdica de la sexualidad que es celebración de la vida, de la alegría y del encuentro. La sexualidad sana vitaliza y energiza, conduce el deseo hacia algo; la perversa, no, es productora de tormento, y a menudo, incluso, heraldo de la muerte.
Bibliografía
Assoun, P.L. (2005). Fundamentos del psicoanálisis. Buenos Aires: Prometeo.
Aulagnier, P. (1966). La perversión como estructura. In Aulagnier P., La perversión, pp. 19-52. Barcelona: Azul.
Baranger, W., de Bisi, N. de, Goldstein, R.Z. de, Goldstein, N., Rosenthal, G. (2009). Acerca de la estructura perversa. Revista de Psicoanálisis de la APM, 57: 13-30.
Barande, R. (1982). Antinomies du concept de perversion et épigenèse de l’appétit d’excitation (notre duplicité d’être inachevé). Revue Française de Psychanalyse, 47, 1: 143-282.
Bassols, R., Coderch, J. (1984). Para un esclarecimiento estructural de las perversiones. Temas de Psicoanálisis, 1996, 1: 37-62.
Baumann, Z. (2005). Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Madrid: Fondo de Cultura Económica.
Burdet, M. (2013). Soplan aires de excitación excesiva. Revista de Psicoanálisis de la APM, 70: 11-48.
Burdet, M. (2018). Amar en tiempos de internet. ¿Me amas o me follow? Madrid: Underbau.
Carrère, E. (2009). De vidas ajenas. Barcelona: Anagrama.
Castellano-Maury, E. (1996). Le “politically correct”: terreur et tabou? Revue Francaise de Psychanalyse, 5: 1577-1580.
Clavreul, J. (2000). El perverso y la ley del deseo. In Aulagnier P. (Comp.), La perversión, pp. 61-76. Barcelona: Azul.
Daumezon, G. (2000). El encuentro de la perversión por el psiquiatra. In Aulagnier P. (Comp.), La perversión, pp. 7-18. Barcelona: Azul.
Domene, Y. (2011). Limitaciones a la capacidad de amar. Aperturas Psicoanalíticas, 39. Disponible en https://aperturas.org/articulo.php?articulo=0000719&a=Limitaciones-ala-capacidad-de-amar
Fernández Soriano, J.J. (2009). El estatus perverso. Revista de Psicoanálisis de la APM, 57: 55-72.
Freud, S. (1905). Tres ensayos para una teoría sexual. En Obras Completas, vol. II, pp. 1169-1237. Buenos Aires: Amorrortu.
García Morales, A. (2001). Una historia perversa. Barcelona: Planeta.
Goldin, A. (1992). Amores freudianos. La relación amorosa vista por un psicoanalista. Barcelona: Paidos.
Green, A. (1983). Narcisismo de vida, Narcisismo de muerte. Buenos Aires: Amorrortu, 1990.
Kernberg, O. (2014). El paciente narcisista casi intratable. Aperturas Psicoanalíticas, 46. Disponible en https://aperturas.org/articulo.php?articulo=0000836&a=El-pacientenarcisista-casi-intratable
Kestemberg, E. (1978). La relation fétichique à l’objet. Revue Française de Psychanalyse, 42: 195-214.
Laplanche, J. (2001). Pulsión e Instinto. Revista de Psicoanálisis, LVIII: 23-36.
Laplanche, J., Pontalis, J.B. (1968). Diccionario de Psicoanálisis. Barcelona: Labor.
Marina, J.A. (2002). El rompecabezas de la sexualidad. Barcelona: Anagrama.
McDougall, J. (1978). Alegato por cierta anormalidad. Barcelona: Pretel, 1982.
McDougall, J. (1998). Las mil v una caras de Eros. La sexualidad humana en busca de soluciones. Barcelona: Paidos.
McDougall, J. (2009). Identificaciones, neonecesidades y neosexualidades. Revista de Psicoanálisis de la APM, 57: 31-51.
Moguillansky, R. (Comp.) (2002). Escritos clínicos sobre perversiones y adicciones. Buenos Aires: Lumen.
Moore, B.E., Fine, B.D. (Eds.) (1997). Términos y conceptos psicoanalíticos. Madrid: Biblioteca Nueva.
Neu, J. (1996). Freud y la perversión. In Neu J., Guía de Freud. Barcelona: Cambridge Ed.
Roudinesco, E. (2009). El lado oscuro. Una historia de los perversos. Barcelona: Anagrama.
Sampedro, J.L. (2000). El amante lesbiano. Barcelona: Areté.
Sopena, C. (2009). Nuevas perspectivas sobre el duelo. Revista de Psicoanálisis de la APM, 59: 131-138.
Steiner, J. (1997). Refugios psíquicos. Organizaciones patológicas en pacientes psicóticos, neuróticos y fronterizos. Madrid: Biblioteca Nueva.
Tabares, J. (2001). Fetichismo. Conferencia APM en Salamanca.
Tabares, J. (2005). Teoría sexual y objeto en la perversión. Revista de Psicoanálisis de la APM, 46: 101-133.
Vargas Llosa, M. (2012). La civilización del espectáculo. Madrid: Alfaguara.
Verdú, V. (2005). Tú y yo, objetos de lujo: el personismo: la primera revolución cultural del siglo XXI. Barcelona: Debate.
Vidal, R. (2000). Comunicación violenta en el vínculo matrimonial. Aperturas Psicoanalíticas, 6. Disponible en https://aperturas.org/articulo.php?articulo=0000135 Wallon, H. (1935/1987). Psicología y educación del niño. Una comprensión dialéctica del desarrollo y la Educación Infantil. Madrid: Visor-Mec.
[1] Curiosa colusión la que se produce entre los “fervientes” (devotées), que se excitan en presencia de personas amputadas, y los “aspirantes” (wannabees), que se amputan a sí mismos o se obcecan en ser amputados quirúrgicamente porque padecen este tipo de dismorfofobia que les induce a requerir la eliminación del miembro extraño con el que no se sienten capaces de convivir. A los amputados involuntarios (como consecuencia de un accidente o una enfermedad) les causa un gran rechazo la atracción que los “fervientes” sienten hacia ellos. En el primer caso se da una colusión perversa (acrotomofilia – apotemnofilia), en el segundo un anhelo perverso sin complicidad alguna (Carrère, 2009).