REVIEW N° 27 | YEAR 2022 / 2

Notes on the constitution of emerging subjectivities

Languaje: Spanish

Notes on the constitution of emerging subjectivities

 This work describes the main features of a society that has moved from cultural discomfort to a confused and bewildered state that seems to scorn any framework that refers to a social contract, resulting in policies that confuse, bewilder and overwhelm. From this it is assumed that these factors relate to the momentarily irreversible decline of traditional forms of subjectivity based on the concept of psychic apparatus. In contrast, it is proposed that new forms of subjectivity have consequently become discernible that allow us to understand new forms of discomfort and suffering in the 21st century.

 

Key words: bewilderment, thanatopolitics, subjectivity.


Notas sobre la constitución de subjetividades emergentes

Este trabajo describe los principales rasgos de una sociedad que ha pasado del malestar de la cultura a una cultura confusa y desconcertada y que parece desentenderse de cualquier entramado que remita al contrato social, instaurando políticas de confusión, desconcierto y agobio. Desde allí se plantea la relación de estos factores con el declino, por el momento irreversible, de las formas tradicionales de subjetividad asentadas alrededor del concepto de aparato psíquico. Se entiende por el contrario, que es posible percibir nuevas formas de subjetividad que se presentan en este trabajo como hipótesis de trabajo que permitan entender el derrotero de las nuevas formas de malestar y sufrimiento en este siglo XXI.

Palabras-clave: desconcierto; tanatopolítico; subjetividad.


Notes sur la constitution des subjectivités émergentes

L’auteur décrit les principales caractéristiques d’une société qui est passée d’un malaise culturel à une culture de la confusion et de l’égarement. Cette culture, qui semble se passer de tout cadre se référant au contrat social, instaurerait des politiques d’incohérence, de trouble et d’accablement. À partir de là, il est proposé que ces facteurs sont liés au déclin, pour l’instant irréversible, des formes traditionnelles de subjectivité basées sur le concept d’appareil psychique. En revanche, l’auteur présente comme hypothèse de travail qu’il est possible de percevoir des formes émergentes de subjectivité pour comprendre l’origine des formes de malaise et de souffrance apparues au XXIe siècle.

 

Mots clés: désordre, malaise culturel, subjectivité.


ARTICLE

Introducción

 Probablemente volver a releer Malestar en la Cultura (Freud,1930), es un buen ejercicio para recordarnos una vez más, por si aún cupiera alguna duda, la clarividencia inteligente con la que Freud era capaz de tocar terrenos que aunque alejados de la clínica, no dejaban por eso de “reverdecer” bajo el prisma psicoanalítico.

Sin embargo, aquel “malestar” freudiano es difícilmente reconocible hoy en día, entre otras cosas porque parece improbable que esa cultura decimonónica tenga alguna relación con este entorno cultural que nos habita y atraviesa. Aquella cultura freudiana parece con todo, y a fin de cuentas, amable y ciertamente gentil, pues “ofrecía” a cambio de lo que “quitaba” y tras la renuncia a la pulsión, aparecían sucedáneos más o menos gratificadores (Kaës, 1993). En otras palabras: más allá de sus “locuras”, aquella cultura podía aún sostener el lazo social y el contrato social, aunque fuera como ficciones eficaces (Lewkowicz, 2004).

Como se sabe, la reflexión freudiana gira en definitiva en torno a la pulsión de muerte y cómo la cultura ha de vérselas, en definitiva, con una moción tan anti-societaria. Y sin embargo y teniendo en cuenta todas las diferencias del caso, se puede afirmar que la pulsión de muerte sigue siendo un elemento clave para lo societario actual. Pero no para reprimirlo o desviarlo, sino para probablemente exacerbarlo en forma de un malestar más allá de cualquier malestar (Anders, 2011).

En este sentido se propone la hipótesis que lo societario actual utiliza todas y cada una de las manifestaciones de la pulsión de muerte (en especial la violencia que destruye hasta el cero inanimado, el terror a la retaliación, y la identificación con el agresor) para domeñar (disciplinar), simplificar y arcaizar cada vez más al sujeto (Freud, 1924; Frankel, 2002).

Pero, en un punto tan exacerbado, tan radical, que es difícil negar que lo societario hoy implica menos ofrecer a cambio de dar, y más una vulgar política de arrebatar y saquear. Parecería que cada vez menos aparecen productos compensatorios y lo que se “devuelve” es en términos de ansiedad, estar en falta y endeudamiento, con lo que finalmente ya no existen garantías que permita la convicción de la conveniencia de vivir societariamente.

Ni la convicción ni el simulacro de convicción: no hay protección para los más débiles, las políticas de concentración de dinero y poder se multiplican sin freno, no hay reconocimiento de deuda social alguno y el Estado se vuelve cada más un ente monadal preocupado sólo de sí mismo y de perpetuar “ad infinitum” sus privilegios (Ariès y Duby, 1990).

Todas las políticas de la solidaridad, la empatía, la libertad, la tolerancia, la amabilidad, se diluyen en la “lava” de la denuncia desenfrenada de todos y hacia todos, la paranoia, la confusión y la estultofílica posición de alabar la ignorancia intoxicados y embebidos en toneladas de Netflix, Redes, Google, y pantallas luminosas que no son sino manipulaciones de los grupos de poder (Klein, 2013).  En lo que sigue se ampliarán algunos de los puntos aquí indicados, remarcando como la preeminencia del orden de lo precario no aparece sólo a nivel de lo social, y de lo familiar, sino también nivel de la subjetividad.

 La instauración de lo precario atravesando lo familiar, lo edípico y lo paternomaterno

 Acertadamente Lyons Ruth (2004) señala cómo la indisponibilidad emocional de los padres genera vulnerabilidad emocional. Esta indisponibilidad emocional se relaciona a que la madre (igual que el padre), ya no está dispuesta a ser madre y a ser usada de forma irrestricta como tal. Idea que se podría relacionar con la imposibilidad de que esta misma madre (y padre) puedan ser irrestrictamente reconocidos socialmente como madre- adulta y padre-adulto y no descalificados como tal.

En este punto de inaccesibilidad emocional, familiar y paterna-materna, comienza pues lo que denominamos: “estructura de padres agobiados” y de “los adultos desconcertados” (Klein, 2006). Es decir padres que no saben dónde poner o no poner límites, padres que ya no saben qué es educar o cuidar, padres que no saben en definitiva qué es ser padres, padres que dudan, se arrepienten, son agresivos, se culpabilizan. Padres siempre confundidos. Padres a su vez humillados por condiciones sociales y de trabajo cada vez más empobrecedoras y violentas, donde la “lógica” del mercado, exime de responsabilidades sociales y empatías inherentes al contrato social (Forrester, 2000).

De esta manera se vuelve inviable el ideal social común y compartido, en términos del pasaje de la familia de origen a una familia de destino y desde la subjetividad, la solidificación de la ambivalencia como base de la estructura emocional. Ya no queda claro qué es ni qué significa la prohibición del incesto, y por ende, la prohibición del parricidio-filicidio. El Edipo “explota” en sus variedades dramáticas y se desparrama en diferentes versiones incestuosas (en términos de “comprensión” absoluta e irrestricta de los deseos del hijo, desde ir a la cama de los padres hasta el cambio de sexo), que hacen imposible de entender aquella “prohibición mayor” que aseguraba el devenir de las generaciones y el sentido del porvenir e inauguraba la idea de transmisión, de descendencia y de la ley como articulador esencial (Freud, 1924; Kaës, 1993).

El padre ya no es el regulador de deseos y ya no está designado como representante “rotulado” de la ley (Aulagnier, 1975). Además de una política paterna-materna por ensayo y error, política de tanteo que agota y desconcierta, el padre ya no es más claramente el legítimo representante de un lazo social que lo dignifique y reconozca. Por el contrario, lo adulto ha pasado a ser el lugar del desempleo, la burla (Homer Simpson), y la destitución de cualquier tipo de autoridad. Probablemente sea también el emergente de un hecho inédito: un conjunto societario desconcertado que ya no puede proveer modelos claros y legitimados de lo que es lo paterno-materno… Si el complejo de Edipo era, desde el psicoanálisis, un organizador por excelencia, pasamos a un estado donde podemos percibir varios y múltiples desorganizadores, pero donde no se vislumbra qué organiza, qué hace estructura, qué calma y apacigua. Ya no quedan claras las diferencias de sexos, ni qué es lo masculino o lo femenino (no es casualidad, pues, el auge del discurso del “género no binario”) y de generaciones, pero también se difuminan diferencias temporales y subjetivas: ya no es claro que la madre tiene que ver con los orígenes, el narcisismo, el pasado, mientras que el padre se pueda asociar a lo objetal, el futuro y la sucesión (Freud, 1923, 1924b).  Habría que indagar si la sumatoria de estos fracasos desconcertantes, se relaciona con las ofertas de lo virtual como seducción intrauterina, los espacios cerrados y claustrofóbicos y la imposibilidad de acceder a un lugar social ocupado por ideales compartibles (Bleichmar, 2009).

Se origina desde allí un proceso de desapuntalamiento psíquico y de “orfandad” social, a través de la pérdida de ideales que ya no funcionan como emblema de pertenencia al grupo. Se asientan de esta manera, la angustia de desamparo que aparece en torno a los fracasos de elaboración del narcisismo primario, y la angustia de asignación en torno al fracaso del ideal del yo, con sus manifestaciones en torno a problemas de autoestima, autorregulación, ansiedades difusas (Kaës, 1994; Bleichmar, 1984).

El sujeto ya no puede elegir así determinados valores para sentirse parte de un conjunto, con lo que ya no es parte del conjunto, ni miembro del conjunto ni representante del conjunto. No hay habilitación, ni marca, ni estructura, en tanto está obturada la cadena de los intercambios que vincula a la familia con lo social y viceversa. De esta manera lo discontinuo se asienta sobre lo continuo, y la escisión sobre la integración (Kaës, 1996).

La opción civilizadora de la modernidad tradicional pasaba (según el psicoanálisis) por renunciar a la madre, o poner a la madre bajo el lugar de lo prohibido y pasar a otro objeto femenino-masculino. Renunciar a lo materno para entrar a lo femeninomasculino. Pero esta situación es pasible de ser leída también bajo coordenadas espaciales y temporales, pues se trata de “romper” el espacio de lo materno para entrar a la dimensión de lo temporal- biográfico paterno (Freud, 1924; Laplanche, 1987).

Por el contrario, en la medida en que lo paterno-materno están “obstaculizados”, debido a que lo societario renuncia a erigirlos como figuras estructurantes, reconocidas y legitimadas, lo materno ya no puede garantizar orígenes y basamentos y lo paterno tampoco puede garantizar futuro y salida exogámica, lo que parece emerger es una patología del antes, el pasado, como un espacio de yuxtaposición y amontonamiento que se reproduce siempre a sí mismo, opuesto al futuro y al porvenir, y generando tal vez estados de toxicidad (Bion, 1962).

 El desglose de lo precario

En estas nuevas configuraciones es necesario insistir en la preeminencia del orden de lo precario, situación que aparece en tres registros: social, familiar y a nivel generacional. A nivel social implica la extrema fragilización de las condiciones de trabajo y estudio (transformados neoliberalmente en mercado laboral y de estudio), que pasan de representar condiciones de seguridad y continuidad a estar definido por lo amenazante. Esto amenazante implica una sensación de incertidumbre permanente donde situaciones inquebrantables se comienzan a quebrantar. Quizás se relacione a lo que Beck (1997) llama sociedad de riesgo, pero se podría relacionar también con el hecho de que en la sociedad de bienestar lo precario era una figura transitoria y accidental, mientras que desde el neoliberalismo y la sociedad desconcertada se ha vuelto un rasgo que predomina, pasando a ocupar en cambio un lugar exiguo, aquello que asegura y tranquiliza (Dufour, 2005)

De esta manera, todo lo que otrora representaba operatorias de integración y cobijo se transmuta en estructuras de inminente e irreversible exclusión-expulsión, dentro de la sensación ominosa de la sensación de “catástrofe inminente”: cualquier cosa desastrosa sucederá en cualquier momento y en cualquier lugar, sin estructuras que atenúen o tranquilicen (Klein, 2006).

La precariedad a nivel familiar implica, como ya hemos sugerido previamente, con el desmoronamiento de lugares diferenciados y roles complementarios a favor de estructuras de aglutinamiento y sospecha y reclamos, donde lo paterno remite a lo ausente y lo materno a lo acusador, quebrándose un pacto de confianza imprescindible, al que se puedan ir sumando y articulando nuevos elementos (Roudinesco, 2003)

El espacio familiar se comienza a poblar de secretos, situaciones confusas, actitudes de exclusión. Como ya indicamos, la familia se transforma en un lugar de enigma para sí misma, ya no encontrándose sentido en la descendencia. El lugar del ancestro, la tradición y el legado entran en franco declive y cuando las parejas piensan en tener hijos, más que alegría y expansión narcisista, lo que sienten es agobio, agotamiento y deudas interminables a afrontar (Lichtenberg y Shapard, 2001; Baranger, 1962).

Un experimento social donde todo está masivamente desapuntalado

Cabe indicar que parece importante señalar un factor inédito, referente al desapuntalamiento de los espacios etarios que servían otrora como territorios de experimentación y crecimiento subjetivo. De esta manera, la “infancia”, la “adultez”, la “adolescencia” son masivamente desapuntaladas, no pudiendo operar ni como referente para resignificar las experiencias que el niño, el joven o el adulto transita, ni como espacio complejo que permita intercambios, oposiciones, confrontaciones generacionales y sociales (Kohut,1982).

Es el momento de los adolescentes sin adolescencia, de los adultos sin adultez, de los hombres sin masculinidad, de las mujeres sin femineidad. Esta experiencia social donde lo etario es una estructura de vacío, implica el surgimiento de ansiedades ante experiencias de vida que como ya indicamos se amontonan sin poder recibir ya ordenación y sentido psíquico y social, consolidando un espacio desde el cual no se puede pensar, en el cual no se puede transcurrir, al cual no se puede conquistar y el que a su vez, por persistencia del amontonamiento, genera encriptamientos tóxicos tanto social como emocionalmente (Tisseron, 1997).

Se consolidan de esta manera diversos desgarros que hacen fracasar la constitución de una distancia óptima por lo que todo está ausente o está presente, todo está fusionado o hiperdiscriminado, sin que se pueda pensar desde lo ausente. La falta de situaciones intermediarias o negociadoras hace que estos niños y estos jóvenes y sus padres, estén saturados de cosas y a su vez –paradojalmente- sin nada, porque todo pasa por el filtro pertinaz de la pregunta sobre cómo conservar aquello que está, pero que es evanescente: el padre, la madre, el hermano, un amigo, lo social, revelando una “patologización de los espacios transicionales” (Winnicott, 1972).

Como enseguida veremos, estructuras-no-estructuradas, que parecen indicar el surgimiento de nuevas formas emergentes de subjetividad, sin que las formas tradicionales de la misma (de ciudadanización y obrero digno), hayan perdido sin embargo, por el momento, eficacia y legitimidad (Lewkowicz, 2004; Klein, 2012).

 ¿Qué subjetividad…?

Al romperse el contrato narcisista de ciudadanización, identidad homeostática y de clase media estable (propuestas subjetivas y sociales que probablemente generaban algún tipo de organización y estructura en torno a lo etario, la capacidad anticipatoria y modalidades más o menos razonables en relación a la administración social y emocional de la vida), la subjetividad actual se pasa a manifestarse, como ya indicamos previamente, en estado de deriva, expresando un estado de errabundez incapaz de contraponerse a lugares de desconcierto, exasperación, y agobio, e incapaz además de sostener referencias mínimas de soporte de identidad (Atkinson, 1998; Aulagnier, 1975, 1994)[1].

Probablemente, si la constitución de subjetividad tradicional fortalecía era porque daba estructura. Tenemos ahí sin duda, el modelo tópico freudiano, estructura entre las estructuras. Pero esta(s) subjetividad(es) contemporánea parece que a diferencia de su predecesora, no puede(n) “constituirse”, porque si se arma allí donde la estructura fracasa, es a condición de permanecer en una especie de estado de deriva sin nunca constituirse totalmente. No debería pues llamar la atención que cada vez más los dispositivos terapéuticos (implícita o explícitamente) tiendan a una permanente reconstrucción subjetiva (Green, 1994).

Indiquemos que si según la tradición probablemente eran la experiencia del apego seguro, el Edipo, la educación y el trabajo, los dispositivos que entre altibajos iban organizando y resignificando la identidad hasta llegar a aquello que se denominaba

“adultez”, ¿qué sucede cuando estos factores son relativizados?;¿qué sucede cuando lo que hacía posible el Edipo con su haz de norma y transgresión ya no es posible, porque ya no se sabe bien qué es norma y transgresión ni qué es lo paterno-materno?, ¿cuando la educación ya no tiene sentido, pues mantenía sentido en tanto estaba unida psicosocialmente al logro del porvenir y el futuro?, ¿cuando el trabajo ya no dignifica ni permite ahorrar sino que humilla y no evita el endeudamiento crónico?. Pero entonces, ¿qué nuevos factores de identidad se imponen? y por ende: ¿qué marcos teóricos se hace necesario revisar?

Una posibilidad que ya sugerimos es que el armado etario cae y desde ahí los niños ya no se convierten en adolescentes y los adolescentes ya no se conviertan jamás en adultos. Y que concomitantemente los adultos pierdan lugar de referencia y orgullo social. Es decir que la categoría “etaria” tienda a ser relevada por una categoría neófita de “adolescente-casi-adulto-infantil-pero-en definitiva-otra cosa” (Klein, 2013). Lo mismo a nivel sexual. De la dualidad masculino-femenino pasamos a una nueva fascinación por el género no binario, es decir, todo en uno, lo andrógino, como extensión de un narcisismo primario que parece que está a “salvo” de cualquier renuncia, de cualquier decisión, de cualquier castración. Todo en uno. O ya nada y siempre otra cosa (Bleichmar, 2010).

Se ha mencionado al consumo, las redes, las tribus urbanas, como nuevas formas de establecer identidades, pero tal vez el planteo es erróneo, porque se sigue pensando la subjetividad en términos de “identidad”, es decir en términos tradicionales de dispositivos sólidos, claros y estructurados. Pero desde lo que presentaremos no se trata de eso, sino de un andamiaje de mínimos anclajes siempre evanescentes, producto de una política de tanteo inseguro, donde habría que indagar hasta qué punto el mismo se vuelve insoportable o no.

De esta manera desarrollamos la hipótesis de que la forma de habitar el mundo si no es por performatividad del lazo social, se asienta en cuatro grandes estructuras-noestructuradas, que revelan una subjetividad sin capacidad de instaurar un aparato psíquico como continente suficientemente estable[2]: estructura de crisálida, estructura de borde, estructura de vacío y estructura nómades.

El término de subjetividad crisálida remite a la enorme dificultad que se va teniendo para percibir, tolerar y procesar situaciones de conflicto, en los diversos órdenes de la vida: trabajo, pareja, amor, paternidad-maternidad. De esta manera parecería que basta un poco de conflicto y complejidad para que todo se deshaga y el sujeto ya no razone, entre en ataques de pánico, depresiones incontrolables y angustias masivas (Bleichmar, 1997).

Probablemente estamos ante situaciones de extrema vulnerabilidad donde el pensamiento tradicional erigido alrededor del conflicto, el sentido común, la tolerancia a la frustración y la capacidad de espera, se vuelve estéril o incomprensible. La reflexión como fundamento ontológico (Habermas, 1989; Castoriadis, 2004) es substituida por una actitud estultofílica centrada en el estupor, el alborozo y el festejo de la ignorancia (Klein, 2013).

Se trata pues del declive del aparato psíquico, descripto por Freud, como modelo estructural de la mente, relacionado a su vez con procesos de desactivamiento o untergang (Freud, 1924b) de formas mentales tradicionales, como la capacidad de raciocinio, la concentración, las estructuras abstractas, lo que se une a ansiedad difusa, desregulación neurovegetativa y figuras del tedio y la errabundez. Y por ende, la imposibilidad de la tolerancia a la frustración, la capacidad ligadora- desligadora del preconsciente y los logros negociadores del Yo. Ni Yo ni preconsciente, solo un Súper-Yo, megalomaníaco que exacerba por un lado el nivel demencial de la exigencia, para luego paradojalmente, abdicar y ya no exigir nada, en un movimiento de desilusión masiva (M. Klein, 1928).

Desde este Súper-Yo megalomaníaco social y subjetivamente, quizás se pueda entender mejor el armado de situaciones inagotables de endeudamiento. Nunca se es totalmente un buen padre; una madre suficiente; un hijo que despierta orgullo; una buena pareja; un estudiante reconocido; un ciudadano ilustre. La experiencia de los estudios es deber materias, la experiencia de lo familiar es deber lealtad, la experiencia política es la sospecha; la experiencia de lo cotidiano se torna endeudante: nunca nada es suficiente, siempre se está en falta (Green, 1993).

Progresivamente se van substituyendo así estructuras que se basan en el conflicto, por otras que se asientan en el consenso o la sentencia, pero que implican de cualquier manera su propio fracaso al exigir lo imposible. De esta manera, como ya indicamos, tras la exigencia severa se termina sin embargo, por desfallecer en la desilusión masiva (Bleichmar, 1997).

Es el punto en que se articula una subjetividad nómade, desde la cual se verifica el pasaje del consenso de qué es un adulto a preguntarse qué es un adulto, de ser adolescente a la pregunta sobre la adolescencia y así sucesivamente. Es decir, se va consolidando una perplejidad que desmantela aquello ya conocido y lo transmitido generacionalmente (Tavares, 1999). Desde esta subjetividad nómade todo pasa a ser criticado, resignificado y vuelto a ser revisado, con lo que las formas consensuadas de pensamiento se sobre-exigen, colapsan o se anulan. El pensamiento institucionalizado, lógico, ordenado y racional es hasta cierto punto reemplazado por patologías del pensamiento, o por vacío de pensamiento, o por una errabundez que se desliga de cualquier sentido anterior y/o institucional, y donde el circuito compulsivo del ensayo y el error probablemente termine por agotar y desconcertar (Valdré,1998). Correlativamente, surge la pregunta atormentadora sobre cómo conservar aquello que está, pero que es evanescente: el padre, la madre, un amigo, lo social, los objetos, el empleo, el amor. Desde aquí la subjetividad del vacío revela un punto fundamental de pérdida: la capacidad de investir la ausencia, revelando el agotamiento de las experiencias de pasaje, la patologización de los espacios transicionales y la nulificación del psiquismo (Green, 1986; Winnicott, 1981).

Se consolidan de esta manera diversos desgarros que hacen fracasar la constitución de una distancia óptima donde se puede conservar al objeto negociando con el mismo, surgiendo el fracaso de una representación por la que todo está ausente o está presente, todo está fusionado o hiperdiscriminado. La falta de situaciones intermediarias o negociadas hace que la subjetividad aparezca saturada de cosas y a su vez – paradojalmente– despojada y vacía: sobreausencia desamparante o sobrepresencia de lo extraño que invade (Winnicott, 1981; Braconnier, 1996).

Correlativamente, las instituciones ya no contienen, sino que expulsan o ya no saben cómo recibir y “albergar” a los sujetos que la integran. La tradicional pretensión institucional de espacio cerrado ha dado lugar a un espacio poroso, por no decir: agujereado. De la misma manera lo que llamamos hoy Hogar actualmente ya no contiene, transformado en escenario de deserciones, micro-fugas y expulsiones (Roudinesco, 2003; Bruschini, 1981).

Desde aquí indicamos que la subjetividad de borde surgiría desde dos indicadores. Uno, es el desmantelamiento del “yo” concebido como profundidad histórica, alentando la emergencia de un yo epidérmico que se articula desde la superficie y ya no por el grosor psíquico base de la personalidad. Este yo-superficie ya no se rige por ideales compartidos por el conjunto, sino por – como ya indicamos – consignas superyoicas imposibles de cumplir que llevan a la confusión y la frustración (Taylor, 2006).

Un ejemplo se puede observar en las estéticas anoréxicas en las que se presiona por el mantenimiento de un cuerpo no solo imposible, sino además inexistente, a no ser en el orden de la patología. Simultáneamente, se yergue en el imaginario social una voracidad oral donde una y otra vez se insiste en que “comer es uno de los placeres de la vida” (A. Klein, 2002). En esta trama que induce a comer tanto como a pasar hambre, lo imposible ya no aparece necesariamente como lo ilógico, sino como una forma de disciplinamiento que ya no disciplina a través del control, sino a través del malestar, donde lo relevante es la imposibilidad de la certeza de saber si lo que se hace está bien o mal. Es una subjetividad donde las cosas que suceden se vuelven incomprensibles o ya no necesitan ser entendidas. Las cosas pasan, pero no se sabe por qué pasan, ni se sabe muy bien qué hacer ante ellas (Elias, 2009; Foucault, 1976). Por otro lado, este cambio en las instituciones y el Yo, se correlaciona con la dificultad en las estructuras de pasaje, las que fallan o se muestran deslegitimadas, no pudiendo las instituciones cumplir con sus funciones de enlace y vinculación entre distintas experiencias de vida. De esta manera, no se sabe muy bien cómo pasar de la niñez a la adolescencia, de un adentro a un afuera, del adentro familiar al afuera social, de las estructuras que reaseguran a otras que exigen desafíos y crecimiento y quizá tampoco de la realidad a la fantasía, de lo discriminado a lo indiscriminado, de la paranoia a la confianza. Al fallar estas experiencias de pasaje, pasan a predominar las experiencias de borde (Dolto, 1990; Merton, 1964).

Se vive en los bordes de la familia; se sobrevive en los bordes institucionales; se recorren los bordes de la adolescencia, de la adultez, de la infancia, sin ser totalmente adolescente, adulto o niño. A través de esta subjetividad de borde, inevitablemente una parte del yo estará atenta al adentro institucional, mientras que otra lo estará a un afuera del mismo, concretándose proyectos muchas veces mínimos de supervivencia que consolidan una perspectiva de resignación y cauto repliegue (Duschatzky, 2002). Es una subjetividad que no se hace por ende, anticipando un porvenir, sino que se hace y se rehace en lo cotidiano, sin terminar de reconfigurarse definitivamente. Pero es una subjetividad además que robustece su configuración de “límite” o “borde” al tener que enfrentarse, como ya indicamos, a la sensación de la inminencia de la exclusión-expulsión, al no tener un “anclaje” ni una integración plenamente reaseguradora desde las experiencias de pasaje y desde el lazo social (Hornstein, 2013).

Probablemente se podría señalar que desde estas subjetividades emergentes, el sujeto está más a merced de sí mismo, o a un encuentro con el otro que remite a situaciones inéditas. Sólo que es un exceso de lo inédito, contrapuesto a un inédito estructurante, que supone implícitamente un marco de no-cambio que acompaña y apuntala el cambio. Hoy el marco es tan cambio como el cambio mismo De esta manera, lo amparante se puede transformar en desamparante y lo seguro en incertidumbre (Jelin, 2010).

Así se consolida una fragmentación que se contrapone a la integración; lo psicofóbico contrapuesto al placer de pensar; la sensación de desplome a la seguridad; la ansiedad y la irritabilidad a la capacidad de tolerar el conflicto (Valdré, 1998). Es una forma emergente de lo mental que puede, en el extremo, parecer “desorganizada” pero que se relaciona a formas de funcionamiento mental donde lo neurótico, la formación de compromiso, el síntoma, se sustituyen por experiencias de lo ominoso y lo extraño (Bleichmar, 1997).

En definitiva, subjetividad y psiquismo parecen volverse antinómicos. La condición de supervivencia de subjetividad pasa a ser el empobrecimiento (como forma de expulsión) del aparato psíquico, lo que fortalece el mandato social de la escasez: todo espacio se constituye por expulsión irreversible de algo-alguien. Es, si se quiere, algo organizante aun desde lo desorganizante.

Conclusiones

Ante una sociedad que parece desatenderse de cualquier entramado que remita al contrato social, instaurando políticas de confusión, desconcierto y agobio, donde asistimos a una precarización de lo precarizado, es válido preguntarse si no se consolida una cultura tanapolítica de destrucción y daño irreparable. Societario anonadado en la estultofilia, el desconcierto, los miedos saqueadores y la imposibilidad de administrar y negociar un entramado social cada vez más escaso, más implacable, más severo y agotador.

El sujeto que forma parte de ese societario a veces es tratado como ciudadano, otras es des-ciudadanizado, otras es un inintegrables, otras es masacrado (podría pensarse: físicamente o simbólicamente) y finalmente otras es un ajeno, un extraño, un irreconocible. Estamos pues ante situaciones catastróficas (Lewkowicz, 2004), que mutan el tejido social en relación a una descontractualización generalizada que imposibilita mantener situaciones sociales, subjetivas y vinculares de forma homeostática. Lo que surge es errático, vacío, endeudante, siempre en falta.

En definitiva son situaciones que, unidas a otras de desamparo y abandono social, acentúan rasgos de violencia, que parafraseando a Marcuse (Elliot, 1995) implican pasar de una sobrerepresión a una violencia-sobrante, consolidada por una aparente indiferencia ante los desgarros y dilemas del tejido social. Esta cultura mutacional es entonces predominantemente tanática (Laplanche y Pontalis, 1981) en tanto paraliza, rompe y hace imposible la ficción eficaz del lazo erótico de la integración y el contrato social de la sociedad tradicional.

Quizás se podría indicar que la sociedad crea en definitiva los problemas y desgarros de los que se queja: odios, desconsuelos, malestar, pobreza, vulnerabilidades…Si así fuera la expresión “problemática social” perdería sentido y habría que agregar que los “problemas” sociales, desde tal perspectiva no se pueden solucionar: se extinguen, mutan o se modifican por otros, pero no se “solucionan”, pues efectivamente el par “problemática-solución” corresponde a una perspectiva de lo social ingenuamente sistémica, racional y enlazada al sentido común. Por el contrario, lo social parece acercarse contemporáneamente más a lo paranoico, la paradoja, la ambigüedad y lo tanatopolítico.

Habría asimismo que distinguir la sociedad de lo societario. En lo societario se podría ubicar quizás la ficción eficaz del contrato social y el lazo social (Kaës, 1993), en el sentido de ideales comunes que se consensúan como legitimizantes para dar cuenta del conjunto que historiza sobre sí mismo. Si esto fuera así, lo que hace balance al malestar de la sociedad es su capacidad societaria y cuando la misma mengua o desfallece, se hace imposible disimular la carga disruptiva de lo social (Arendt, 1998; Castoriadis, 1992).

Se trata entonces de resituar las dicotomías en debate. El punto de partida quizás implique repensar si se anula o se mantiene la figura del portador, es decir, si hay un sujeto que siente que puede aportar algo de lo social, tanto como lo social porta algo del sujeto; si se anula o se mantiene la figura del apuntalante, es decir, si el sujeto se siente representado en los conjuntos y si los conjuntos se sienten representados en los sujetos, y finalmente si se anula o se mantiene la figura del guardián, o sea, si el sujeto quiere o puede cuidar o preservar lo social, tanto como lo social cuida y preserva al sujeto (Kaës, 1993).

Se entiende que, correlativamente, con la anulación del portador, apuntalante y el guardián, se imbrican nuevas formas de subjetividad que se presentan en este trabajo como hipótesis de trabajo que permitan entender el derrotero de las nuevas formas de malestar y sufrimiento

Se trata de un punto fundamental: no es posible seguir sosteniendo ingenuamente modelos mentales que responden, derivan o se imbrican a pautas societarias anacrónicas o ya inexistentes. Desde aquí, la ética del psicoanálisis debería poder sostenernos en una indagación científica, que con claridad enfrente los problemas de los nuevos tipos de subjetividad que se yerguen en este siglo XXI.


Bibliografía

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[1] Aclaremos que de hecho poco o nada sabemos de estas nuevas propuestas subjetivas, las que aparecen en forma de emergentes, más que como dispositivos consolidados. Esto se debe a dos factores. Uno, es que se sigue hablando de cambios sociales sin indagar los cambios subjetivos correlativos. Otro, es que la moda actual de Bauman en las ciencias sociales posmodernas es tan fuerte que hace que ahora todo sea líquido, incluida la subjetividad, sin que parezca que haya necesidad de mayores aclaraciones e investigaciones.

[2] En realidad, se advierte que no se trata en modo alguno de “estructuras”, sino más bien de una especie de “recorridos”.

International Review for  Couple and Family Psychoanalysis

IACFP

ISSN 2105-1038